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En esas horas de oración, la mayor parte <strong>del</strong> tiempo se dedicaba a recitar los Salmos y a leer otras porciones de las<br />

Escrituras. Según la Regla de San Benito, los Salmos debían recitarse todos cada semana. Las otras lecturas de la Biblia<br />

dependían de la hora de oración, el día de la semana y la época <strong>del</strong> año.<br />

El resultado de todo esto era que casi todos los monjes se sabían de memoria todos los Salmos, así como muchas<br />

otras porciones de la Biblia. Por tanto, no es correcto decir que durante la Edad Media no se leía la Biblia. Al contrario,<br />

debido al impacto <strong>del</strong> monaquismo benedictino, la mayoría de los monjes (y muchos laicos devotos) de la Edad Media<br />

podían recitar la Biblia de memoria por horas y horas. El propio Lutero muestra en sus obras un conocimiento de los<br />

Salmos que sería sorprendente de no haber sido antes monje, y por tanto haber recitado todos los Salmos cada semana<br />

por años y años.<br />

El desarrollo <strong>del</strong> monaquismo benedictino<br />

Aunque la Regla de San Benito dice poco acerca <strong>del</strong> estudio, pronto el monaquismo benedictino se distinguió en ese<br />

sentido. Ya antes de San Benito, Casiodoro, el exministro <strong>del</strong> rey godo Teodorico, había combinado en su retiro la vida<br />

monástica con el estudio. Pronto el régimen benedictino se unió al ejemplo de Casiodoro, y los monasterios benedictinos<br />

se volvieron centros de estudio donde se copiaban y conservaban manuscritos. En cierto sentido, aunque no explícitamente,<br />

la Regla apoyaba esa práctica, pues a fin de poder recitar los Salmos y leer las Escrituras en las horas de oración<br />

era necesario que los monjes supieran leer, y que el monasterio tuviese manuscritos. Luego, según el resto de la Europa<br />

occidental fue olvidándose de las letras de la antigüedad, los monasterios fueron volviéndose centros en los que esas<br />

letras se conservaban y estudiaban. El “scriptorium” en que los monjes copiaban manuscritos vino a ser uno de los principales<br />

vínculos de la Edad Moderna con la antigüedad (sobre todo la antigüedad cristiana).<br />

Además, ya hemos visto que en varios lugares de la Regla se mencionan niños. Esto se debía a que había padres<br />

que por diversas razones dedicaban sus hijos a la vida monástica. Estos niños no tenían la libertad de abandonar el monasterio<br />

cuando llegaban a ser adultos, sino que los votos que sus padres habían hecho en su nombre eran tan válidos<br />

como si ellos mismos los hubieran hecho. Naturalmente, en algunos casos esto acarreó graves problemas, pues daba<br />

lugar a que hubiese monjes que no querían serlo. En siglos posteriores, esta práctica llegó a corromperse hasta tal punto<br />

que muchos nobles y reyes utilizaban los monasterios para colocar en ellos a sus hijos ilegítimos, o a veces a algún hijo<br />

menor que podría complicar la herencia.<br />

Por otra parte, esto también hizo que los monasterios se volvieran escuelas en las que estos niños dedicados a la<br />

vida monástica aprendían sus primeras letras. Pronto las escuelas monásticas fueron prácticamente las únicas que hubo<br />

en Europa occidental, y los monjes se volvieron los maestros de todo un continente.<br />

Si el impacto cultural <strong>del</strong> monaquismo benedictino es notable, no lo es menos su impacto económico. Los monjes<br />

benedictinos le devolvieron al trabajo la dignidad que había perdido entre las clases supuestamente más refinadas. Mientras<br />

[Vol. 1, Page 270] los ricos pensaban que el trabajo físico debía quedar reservado para las clases bajas, que supuestamente<br />

eran ignorantes e incapaces de elevarse al nivel de los ricos, los monjes, muchos de ellos provenientes de<br />

familias ricas, le mostraron al mundo la posibilidad de combinar la más rigurosa vida religiosa e intelectual con el trabajo<br />

físico.<br />

En siglos posteriores (principalmente a partir <strong>del</strong> XVIII) los <strong>historia</strong>dores, filósofos y teólogos han tendido a despreciar<br />

el pensamiento que se produjo en aquellos antiguos monasterios benedictinos. Se dice que se trata de un pensamiento<br />

crudo, sin vuelos especulativos, y carente de originalidad. Todo esto es cierto. Pero también es cierto que se<br />

trata de un pensamiento con profundas raíces en la realidad humana, en el sudor y la tierra, que no pueden lograr los<br />

<strong>historia</strong>dores, teólogos y filósofos que no cultivan la tierra ni preparan sus propios alimentos. Además, los monjes benedictinos,<br />

en su dedicación a la agricultura, sembraron campos que habían quedado abandonados, talaron bosques, y de<br />

mil maneras le dieron cierta medida de estabilidad a un continente continuamente sacudido por guerras y rumores de<br />

guerras. Cuando, a consecuencia de esas guerras y de las migraciones en masa que las acompañaron, muchas gentes<br />

sufrieron hambre, fueron frecuentemente los monjes quienes pudieron alimentarles con los recursos de su propio trabajo.<br />

Por otra parte, el [Vol. 1, Page 271] monaquismo benedictino vino a ser el brazo derecho en la obra misionera de la<br />

iglesia medieval. Agustín, el misionero que logró la conversión <strong>del</strong> rey Etelberto de Kent, y que llegó a ser el primer arzobispo<br />

de Canterbury, era monje benedictino. Y también lo eran los treinta y nueve monjes que lo acompañaron y los muchos<br />

que lo siguieron. Quizá el mejor ejemplo de la relación entre la expansión misionera y el monaquismo benedictino<br />

sea Bonifacio. Este era natural de Inglaterra, donde nació alrededor <strong>del</strong> año 680. A los siete años, al parecer por su propia<br />

voluntad y con la anuencia de sus padres, ingresó en un monasterio. Puesto que en toda Inglaterra se había hecho<br />

sentir el impacto de Agustín y sus sucesores, el monasterio a que Bonifacio ingresó era benedictino. Allí pasó sus primeros<br />

años, hasta que fue transferido a otro monasterio mayor para continuar sus estudios. En este nuevo monasterio pronto<br />

descolló por su devoción y su inteligencia, y fue hecho director de la escuela y ordenado sacerdote. Empero Bonifacio<br />

se sentía llamado a la obra misionera, y en el año 716 partió hacia los Países Bajos, tierras habitadas por el pueblo bár-

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