justo-l-gonzalez-historia-del-cristianismo-tomo-1
justo-l-gonzalez-historia-del-cristianismo-tomo-1
justo-l-gonzalez-historia-del-cristianismo-tomo-1
You also want an ePaper? Increase the reach of your titles
YUMPU automatically turns print PDFs into web optimized ePapers that Google loves.
72<br />
[Vol. 1, Page 152] mansiones, y cuando el testimonio sangriento <strong>del</strong> martirio no es ya posible? ¿Cómo vencer al Maligno,<br />
que a todas horas nos tienta con los nuevos honores que la sociedad nos ofrece?<br />
La respuesta de muchos no se hizo esperar: huir de la sociedad humana; abandonarlo todo; subyugar el cuerpo y las<br />
pasiones que dan ocasión a la tentación. Y así, al mismo tiempo que la iglesia se llenaba de millares de gentes que pedían<br />
el bautismo, hubo un verdadero éxodo de otros millares que buscaban en la solitud la santidad.<br />
[Vol. 1, Page 153] Los orígenes <strong>del</strong> monaquismo<br />
Aun antes de tiempos de Constantino, había habido cristianos que por diversas razones se habían sentido llamados<br />
a un estilo de vida diferente <strong>del</strong> usual. Ya en el primera sección de esta <strong>historia</strong> nos hemos referido a las “viudas y vírgenes”,<br />
es decir, a aquellas mujeres que decidían no casarse, y dedicar todo su tiempo y sus energías a la obra de la iglesia.<br />
Algún tiempo después Orígenes, dejándose llevar por el ideal platónico <strong>del</strong> hombre sabio, organizó su vida en forma<br />
muy semejante a la de los monjes posteriores. Otros muchos —entre ellos al parecer Pánfilo y el joven Eusebio de Cesarea—<br />
siguieron la misma “vida filosófica” de Orígenes. Además, aunque las doctrinas gnósticas habían sido rechazadas<br />
por la iglesia, su impacto continuó haciéndose sentir en la opinión de muchos, que pensaban que de un modo u otro el<br />
cuerpo se oponía a la vida plena <strong>del</strong> espíritu, Y que por tanto era necesario sujetarlo y hasta castigarlo.<br />
Luego, el monaquismo tiene dos orígenes paralelos, uno proveniente de dentro de la iglesia, y otro de fuera. De dentro<br />
de la iglesia, el monaquismo se nutrió de las palabras <strong>del</strong> apóstol Pablo, y la experiencia de la iglesia misma, en el<br />
sentido de que quienes no se casaban podían servir más libremente al Señor. Naturalmente, este sentimiento se unía<br />
también con frecuencia a la creencia en el pronto retorno de Jesús. Si el fin estaba a punto de llegar, no había por qué<br />
casarse y llevar la vida sedentaria de quienes hacen planes para el futuro. En algunos casos, esta relación entre la expectación<br />
<strong>del</strong> fin y el celibato se basaba sobre otra consideración: puesto que los cristianos han de dar testimonio <strong>del</strong><br />
Reino que esperan, y puesto que Jesús dijo que en el Reino “no se casan ni se dan en matrimonio”, quienes ahora deciden<br />
permanecer célibes son testimonio <strong>del</strong> Reino que ha de venir.<br />
De fuera, la iglesia recibió ideas, ejemplos y doctrinas que también impulsaron el movimiento monástico. Buena parte<br />
de la filosofía clásica sostenía que el cuerpo era la prisión o el sepulcro <strong>del</strong> alma, y que ésta no podía ser verdaderamente<br />
libre sino en cuanto se sobrepusiera a las limitaciones de aquél. La tradición estoica, muy difundida en esta época,<br />
enseñaba que las pasiones son el gran enemigo de la verdadera sabiduría, y que el sabio se dedica al perfeccionamiento<br />
de su alma y de su dominio sobre las pasiones. Varias de las religiones de la cuenca <strong>del</strong> Mediterráneo tenían<br />
vírgenes sagradas, sacerdotes célibes, eunucos y otras personas que por su estilo de vida se consideraban apartadas<br />
para el servicio de los dioses. De todo esto los cristianos tomaron ejemplo, y pronto lo unieron a los impulsos procedentes<br />
de las Escrituras para darle forma al monaquismo cristiano.<br />
Los primeros monjes <strong>del</strong> desierto<br />
Aunque los orígenes <strong>del</strong> monaquismo cristiano se encuentran en diversas partes <strong>del</strong> Imperio Romano, no cabe duda<br />
de que el desierto —y particularmente el desierto de Egipto— fue tierra fértil para este movimiento, hasta tal punto que<br />
durante todo el siglo IV el desierto parece ser el lugar monástico por excelencia. La palabra misma, “monje”, viene <strong>del</strong><br />
término griego monachós, que quiere decir “solitario”. Uno de los principales móviles de los primeros monjes fue vivir<br />
solos, apartados de la sociedad, su bullicio y sus tentaciones. El término “anacoreta”, por [Vol. 1, Page 154] el que pronto<br />
se les conoció, quiere decir “retirado” o “fugitivo”. Para tales personas, el desierto representaba un atractivo único. No<br />
se trataba naturalmente de vivir en las arenas <strong>del</strong> desierto, sino de encontrar un lugar solitario —quizá un oasis, un valle<br />
entre montañas poco habitadas, o un antiguo cementerio— donde vivir alejado <strong>del</strong> resto <strong>del</strong> mundo.<br />
No es posible decir a ciencia cierta quién fue el primer monje —o monja— <strong>del</strong> desierto. Los dos nombres que se disputan<br />
ese título, Pablo y Antonio, deben su fama sencillamente al hecho de que dos grandes autores cristianos —<br />
Jerónimo y Atanasio respectivamente— escribieron sus vidas, dando a entender cada uno que el protagonista de su obra<br />
era el fundador <strong>del</strong> monaquismo egipcio. Pero la verdad es que es imposible saber —y que nadie supo nunca— quién<br />
fue el primer monje <strong>del</strong> desierto. El monaquismo no fue invención de algún individuo, sino que fue más bien un éxodo en<br />
masa, un contagio inaudito, que parece haber afectado al mismo tiempo a millares de personas. Pero en todo caso conviene<br />
estudiar las vidas de Pablo y de Antonio, si no ya como fundadores <strong>del</strong> movimiento, al menos como sus exponentes<br />
típicos en los inicios.<br />
La vida de Pablo escrita por Jerónimo es muy breve, y casi totalmente legendaria. Pero el núcleo de la <strong>historia</strong> es<br />
probablemente cierto. A mediados <strong>del</strong> siglo tercero, huyendo de la persecución, el joven Pablo se adentró en el desierto,<br />
hasta que dio con una antigua y abandonada guarida de falsificadores de moneda. Allí Pablo pasó el resto de sus días,<br />
dedicado a la oración y alimentándose casi exclusivamente de dátiles. Si hemos de creer a Jerónimo, durante varias<br />
décadas —casi un siglo— Pablo no recibió otra visita que las de las bestias y la <strong>del</strong> anciano Antonio. Aunque esto sea