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justo-l-gonzalez-historia-del-cristianismo-tomo-1

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“de la misma substancia”, “de semejante substancia”. Las dos palabras griegas son homousios (de la misma substancia)<br />

y homoiusios (de semejante substancia). El Concilio de Nicea había dicho que el Hijo era homousios con el Padre. [Vol.<br />

1, Page 191] Ahora algunos decían que, aunque la declaración <strong>del</strong> Concilio les parecía peligrosa, estaban dispuestos a<br />

afirmar que el Hijo era homoiusios con el Padre.<br />

Anteriormente, Atanasio habría insistido exclusivamente en la fórmula de Nicea, y declarado que quienes insistían en<br />

decir “de semejante substancia” eran tan herejes como los arrianos. Pero ahora, tras varios años de experiencia, el viejo<br />

obispo de Alejandría estaba dispuesto a ver la preocupación legítima de estos cristianos que, al mismo tiempo que no<br />

querían ser arrianos, tampoco estaban dispuestos a abandonar completamente toda distinción entre el Padre y el Hijo,<br />

pues esa distinción se encontraba en la Biblia y había sido doctrina de la iglesia desde sus mismos inicios.<br />

Ahora, mediante toda una serie de negociaciones, Atanasio se acercó a estos cristianos, y les hizo ver que la fórmula<br />

de Nicea podía interpretarse de tal modo que hiciera justicia a las preocupaciones de quienes preferían decir “de semejante<br />

substancia”. Por fin, en un sínodo reunido en Alejandría en el año 362, Atanasio y sus seguidores declararon<br />

que era aceptable hablar <strong>del</strong> Padre, el Hijo y el Espíritu Santo como “una substancia” (una “hipóstasis”), siempre que<br />

esto no se entendiera como si no hubiera distinción alguna entre los tres, y también como “tres substancias” (tres “hipóstasis”),<br />

siempre que esto no se entendiera como si hubiera tres dioses.<br />

Sobre la base de este entendimiento, la mayoría de la iglesia se fue reuniendo de nuevo en su apoyo al Concilio de<br />

Nicea, hasta que —según veremos más a<strong>del</strong>ante— el Segundo Concilio Ecuménico, reunido en Constantinopla en el<br />

381, ratificó la doctrina nicena. Empero Atanasio no viviría para ver el triunfo final de la causa a que había dedicado casi<br />

toda su vida.<br />

Continúan las vicisitudes<br />

Aunque Juliano se había propuesto no perseguir a los cristianos, pronto comenzaron a perturbarle las noticias que le<br />

llegaban de Alejandría. En otras ciudades la restauración <strong>del</strong> paganismo marchaba más o menos lentamente. Pero en<br />

Alejandría no marchaba. En efecto, el obispo de esa ciudad, al tiempo que se dedicaba a sanar las heridas causadas por<br />

los largos años de controversias, se dedicaba también a fortalecer la iglesia. Su prestigio era tal que los programas de<br />

Juliano no tenían éxito alguno. Aun más, el viejo obispo se oponía abiertamente a los designios <strong>del</strong> emperador, y esa<br />

oposición inspiraba a las masas. En vista de todo esto, Juliano decidió enviar a Atanasio a un nuevo exilio.<br />

Tras una serie de episodios que no es necesario narrar aquí, resultó claro que Juliano deseaba que Atanasio abandonara,<br />

no sólo Alejandría, sino también el Egipto. Atanasio se veía obligado a acceder a lo primero, ya que en la ciudad<br />

no había verdaderamente dónde esconderse. Pero decidió permanecer en el Egipto, escondido una vez más entre los<br />

monjes. Para evitar esto, los soldados imperiales recibieron órdenes de arrestarle. Fue entonces que ocurrió el episodio<br />

famoso que narramos a continuación.<br />

Atanasio se encontraba en una embarcación que remontaba el Nilo, dirigiéndose hacia las moradas de los monjes,<br />

cuando se acercó el bote, más veloz, que conducía a los soldados que lo perseguían. “¿Habéis visto a Atanasio? ”, gritaron<br />

los <strong>del</strong> otro bote. “Sí”, les contestó Atanasio con toda veracidad, “va <strong>del</strong>ante de vosotros, y si os apresuráis le daréis<br />

alcance”. Ante estas noticias, el oficial ordenó que los que remaban apresuraran el ritmo, y pronto dejaron atrás a Atanasio<br />

y los suyos.[Vol. 1, Page 192]<br />

Como hemos visto, empero, el reinado de Juliano no duró mucho. A su muerte le sucedió Joviano, quien, además de<br />

ser tolerante con todos los bandos en disputa, sentía una admiración profunda hacia Atanasio. Una vez más el obispo<br />

alejandrino fue llamado <strong>del</strong> exilio, aunque no pudo permanecer mucho tiempo en su sede antes que el nuevo emperador<br />

lo llamara a Antioquía, para que el famoso obispo le instruyese acerca de la verdadera fe. Cuando por fin Atanasio regresó<br />

a Alejandría, todo parecía indicar que su larga cadena de destierros había llegado a su fin.<br />

Pero aún le restaba a Atanasio uno más, pues a los pocos meses Joviano murió y su sucesor, Valente, se declaró<br />

defensor de los arrianos. Por diversas razones hubo motines en Alejandría, y Atanasio, temiendo que el nuevo emperador<br />

lo culpara por esos motines, y que tratara de tomar venganza sobre los fieles de la ciudad, decidió retirarse una vez<br />

más. Pero pronto resultó claro que Valente, al mismo tiempo que hacía todo lo posible por restaurar la preponderancia<br />

<strong>del</strong> arrianismo, no se atrevería a tocar al venerable obispo de Alejandría. Las experiencias de Constancio y Juliano bastaban<br />

para mostrarle que el pequeño Atanasio era un gigante a quien era mejor dejar en paz.<br />

Por tanto, Atanasio pudo permanecer en Alejandría, pastoreando su grey, hasta que la muerte lo reclamó en el año<br />

373.<br />

Atanasio nunca vio el triunfo final de la causa nicena. Pero quien lea sus obras se percatará de que su convencimiento<br />

de la justicia de esa causa era tal que siempre confió que, antes o después de su muerte, la fe nicena se impondría.<br />

De hecho, tras las primeras luchas, Atanasio comenzó a ver alrededor suyo, en diversas regiones <strong>del</strong> imperio, a<br />

otros gigantes que comenzaban a alzarse en pro de la misma causa.

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