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Aunque la guerra civil continuo por algún tiempo, ya no había duda de quién sería el vencedor.[Vol. 1, Page 372]<br />

Tan pronto como la nieve se derritió en los pasos de los Alpes en la primavera <strong>del</strong> 1081, Enrique marchó contra Roma.<br />

Hildebrando se encontraba prácticamente solo, pues los normandos, quienes habían sido los mejores aliados de sus<br />

antecesores frente a las pretensiones <strong>del</strong> Imperio, también habían sido excomulgados por él. Los defensores <strong>del</strong> Papa<br />

que trataron de cortarle el paso al Emperador fueron derrotados. Con toda premura, Gregorio hizo las paces con los<br />

normandos. Pero éstos, en lugar de ir a defender a Roma, atacaron las posesiones italianas <strong>del</strong> Imperio Bizantino. Sólo<br />

la ciudad de Roma le quedaba al papa que poco antes había visto al Emperador humillarse ante él.<br />

Los romanos defendieron su ciudad y su papa con increíble valor. Tres veces Enrique sitió la ciudad, y otras tantas<br />

se vio obligado a levantar el sitio sin haberla tomado. Los romanos le rogaban al Papa que hiciera las paces con el Emperador,<br />

y les evitara así tantos sufrimientos. Pero Gregorio permaneció inflexible, e insistía en la excomunión de Enrique.<br />

Por fin se agotaron la resistencia, la paciencia y la fi<strong>del</strong>idad de los romanos, quienes les abrieron las puertas de la<br />

ciudad a las tropas imperiales, mientras Gregorio se refugiaba en el castillo de San Angel.<br />

Desde San Angel, vio cómo Enrique entraba en triunfo en la ciudad papal, y cómo se reunían los prelados que venían<br />

a confirmar la elección <strong>del</strong> antipapa Clemente III. A su vez, éste coronó al Emperador. Mientras tanto, sin cejar en sus<br />

convicciones, el viejo Hildebrando era prácticamente un prisionero dentro de los muros de San Angel. Todos esperaban<br />

que el Emperador tomaría aquel último reducto de la autoridad de Gregorio VII, cuando llegó la noticia de que un fuerte<br />

ejército normando marchaba hacia la ciudad. Puesto que los soldados normandos eran más que los suyos, Enrique<br />

abandonó Roma, después de destruir varias secciones de sus murallas.<br />

Los normandos entraron triunfantes en la ciudad papal, e inmediatamente se dedicaron a cometer toda clase de<br />

atropellos. A los pocos días, los ciudadanos no toleraron más su crueldad, y se rebelaron. Atrincherados en sus casas, y<br />

conocedores <strong>del</strong> lugar, los romanos parecían haber tomado la ventaja cuando los normandos decidieron incendiar la<br />

ciudad. Las gentes que salían huyendo a las calles eran muertas sin misericordia por los invasores, dispuestos a vengar<br />

las bajas sufridas. Cuando por fin terminó la sublevación, los normandos hicieron cautivos a millares de romanos, y los<br />

vendieron como esclavos. Se ha dicho que el estropicio causado por estos supuestos aliados de la iglesia fue mucho<br />

mayor que el que produjeron los godos o los vándalos en el siglo V.<br />

En medio de todo esto, Gregorio permaneció mudo. Los normandos eran sus aliados, y era él quien les había hecho<br />

venir a la ciudad. Pero bien sabía que no podía contar ya con el apoyo de los romanos, a quienes su obstinación había<br />

causado tan graves daños. Por ello se retiró a Montecasino, y después a la fortaleza normanda de Salerno. Desde allí<br />

continuó tronando contra Enrique y contra el antipapa Clemente III, que por fin había logrado establecer su residencia en<br />

Roma. Poco antes de morir, perdonó a todos sus enemigos, excepto a estos dos, a quienes condenó al tormento eterno.<br />

Se cuenta que a la hora de su muerte dijo: “He amado la justicia y odiado la iniquidad. Por ello muero en el exilio”.<br />

Así terminó sus días aquel paladín inexorable de altos ideales. Gracias a él, la reforma preconizada por los papas<br />

había avanzado notablemente en diversas regiones de Europa. La simonía había quedado reducida; y en aquellos lugares<br />

en que todavía se practicaba, era vista como un vicio inexcusable. El celibato [Vol. 1, Page 373] eclesiástico era<br />

ahora el ideal, no sólo de los monjes y de los papas reformadores, sino también de buena parte <strong>del</strong> pueblo. El papado<br />

había visto una de sus horas más brillantes cuando Enrique IV se humilló ante Hildebrando en Canosa. Pero todo esto<br />

se logró a un precio enorme. Centenares de familias de clérigos fueron deshechas. Las honestas mujeres que habían<br />

vivido en lícito matrimonio con hombres ordenados fueron tratadas como concubinas o como rameras, y arrancadas de<br />

sus hogares. Alemania e Italia se vieron envueltas en cruentas guerras civiles. Roma fue destruida, y muchos de sus<br />

habitantes vendidos como esclavos. Gregorio amó sinceramente la justicia y odió la iniquidad. Pero la “justicia” que amó<br />

fue tan eclesiocéntrica, su política tan dedicada a la exaltación <strong>del</strong> papado, sus ideales reformadores tan rígidamente<br />

tomados de la vida monástica, que muchos de sus resultados fueron inicuos. Su exilio fue una desventura más entre las<br />

muchas que su reforma acarreó.<br />

Urbano II y Enrique IV<br />

Poco antes de morir, Hildebrando había declarado que su sucesor debería ser Desiderio, el abad de Montecasino.<br />

Este era un hombre de avanzada edad, que no tenía otra ambición que la de continuar el resto de sus días en la vida de<br />

devoción que llevaba en su monasterio. Fue hecho papa a la fuerza, bajo el nombre de Víctor III. A los cuatro días de su<br />

elección huyó de Roma y retornó a Montecasino. De allí lo sacaron los ruegos de los partidarios de la reforma. Pero durante<br />

un año Clemente III, a quien el Emperador reconocía como el papa legítimo, ocupó la ciudad de Roma sin oposición<br />

alguna. Cuando Víctor regresó a su sede, lo hizo apoyado por la fuerza militar de sus aliados, quienes tomaron parte<br />

de la ciudad. Pero poco después se sintió enfermo de muerte, y regresó a Montecasino, donde murió después de brevísimo<br />

pontificado.<br />

Su sucesor fue Odón de Chatillon, obispo de Ostia, quien tomó el nombre de Urbano II. Al igual que Hildebrando,<br />

Urbano era un hombre de profundas convicciones monásticas, formado a la sombra de Bruno, el fundador de los cartu-

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