justo-l-gonzalez-historia-del-cristianismo-tomo-1
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guna de simonía, Gregorio no insistiría en sus decretos. El caso de Enrique IV de Alemania, sin embargo, era más difícil,<br />
pues varios de sus nombramientos, hechos sin prestar atención alguna a los edictos papales, eran cuestionables. Pero a<br />
pesar de ello el Papa se limitó a hacerle llegar noticia de su descontento.<br />
La chispa que provocó el incendio fue la cuestión <strong>del</strong> episcopado de Milán. La sede de esa ciudad había estado en<br />
disputa por algún tiempo, y por fin esa dificultad parecía haberse resuelto, cuando se produjeron motines en la ciudad. El<br />
obispo que por fin había logrado ser reconocido como legítimo trataba de imponer el celibato eclesiástico. Quizá con su<br />
anuencia, los patares se lanzaron de nuevo a las calles, insultaron a los clérigos casados y a sus esposas, y destruyeron<br />
sus propiedades. Algunos de éstos huyeron a Alemania, donde pidieron socorro a Enrique. Este último, sin consultar con<br />
el Papa, declaró depuesto al obispo de Milán, y nombró a otro en su lugar.<br />
La respuesta de Gregorio no se hizo esperar. Apeló a la autoridad que decía tener de juzgar a reyes y emperadores,<br />
y le ordenó a Enrique que se presentase en Roma, donde sus graves <strong>del</strong>itos serían juzgados. Si no acudía antes <strong>del</strong> 22<br />
de febrero (de 1076) sería depuesto, y su alma condenada al infierno.<br />
Al recibir la misiva <strong>del</strong> Papa, el Emperador parecía hallarse en la cumbre <strong>del</strong> poder. Poco antes había ahogado una<br />
sublevación entre sus súbditos sajones. Su popularidad en Alemania era grande; los jefes de la iglesia en sus dominios<br />
parecían dispuestos a apoyarle.<br />
La situación de Gregorio era parecida. Poco antes, el día de Nochebuena <strong>del</strong> 1075, un tal Cencio, al mando de un<br />
grupo de soldados, había irrumpido en la iglesia en que se celebraba la misa y el Papa, herido y golpeado, había sido<br />
hecho prisionero. Cuando el pueblo lo supo, se lanzó a las calles, sitió, tomó y arrasó la torre en que Hildebrando estaba<br />
cautivo, y sólo dejó escapar a Cencio porque el Pontífice le perdonó la vida, a condición de que fuera en peregrinaje a<br />
Jerusalén.<br />
Por tanto, ambos contrincantes, al tiempo que habían recibido pruebas recientes <strong>del</strong> apoyo con que contaban, también<br />
habían tenido señales de la oposición que existía contra ellos, aun entre sus propios súbditos.<br />
El Emperador no podía acudir a Roma, para ser juzgado como un criminal cualquiera. Luego, su única salida estaba<br />
en hacer ver que el Papa que lo declaraba depuesto y excomulgado no era legítimo, y que por tanto sus sentencias carecían<br />
de valor. Con ese propósito convocó a un sínodo que se reunió en Worms el día 24 de enero. Allí el cardenal<br />
Hugo “el Blanco”, quien anteriormente había exaltado a Hildebrando, declaró que se trataba de un tirano cruel y adúltero,<br />
dado además a la magia. Acto seguido, sin pedir más pruebas, los obispos se sometieron a la voluntad imperial, y declararon<br />
depuesto a Gregorio. Sólo dos prelados se atrevieron a protestar, y aun éstos firmaron cuando se les señaló que<br />
de negarse a hacerlo serían culpables de traición contra el Emperador. Entonces, en nombre <strong>del</strong> concilio, Enrique le<br />
comunicó estas decisiones “a Hildebrando, no ya papa, sino falso monje”.[Vol. 1, Page 369]<br />
Un mes después, el 21 de febrero, Hildebrando presidía el concilio a que había llamado a Enrique, cuando el sacerdote<br />
Rolando de Parma irrumpió en el recinto, gritando en nombre <strong>del</strong> Emperador que Hildebrando no era ya papa, y que<br />
el soberano les ordenaba a todos los allí reunidos que fueran ante su presencia el día de Pentecostés, cuando un nuevo<br />
pontífice sería nombrado.<br />
La esperanza de Enrique era que algunos de los miembros de aquel concilio se atemorizaran, e Hildebrando perdiera<br />
así algo de su apoyo. Pero lo que sucedió fue todo lo contrario. Algunos de los presentes trataron de castigar físicamente<br />
al mensajero, y sólo la intervención <strong>del</strong> Papa logró evitarlo. Tras restablecer el orden, Gregorio se dirigió a la<br />
asamblea, diciéndole que estaban presenciando los grandes males que según las Escrituras habrían de venir en tiempos<br />
<strong>del</strong> Anticristo. Luego el concilio recesó hasta el día siguiente, dejando al Papa a cargo de dirigir contra el Emperador “una<br />
sentencia aplastante, que sirva de lección a las edades por venir”. Al otro día por la mañana, el 22 de febrero, el Papa<br />
condenó y declaró depuestos y excomulgados a los obispos alemanes que se habían prestado a los designios de Enrique.<br />
En cuanto a éste último, el Papa declaró:<br />
En el nombre <strong>del</strong> Padre, <strong>del</strong> Hijo y <strong>del</strong> Espíritu Santo, por el poder y la autoridad de San Pedro, y en defensa y honor de<br />
la iglesia, pongo en entredicho al rey Enrique, hijo <strong>del</strong> emperador Enrique, quien con orgullo sin igual se ha alzado contra<br />
la iglesia, prohibiéndole que gobierne en todos los reinos de Alemania y de Italia. Además libro de sus juramentos a<br />
quienes le hayan jurado o pudieran jurarle fi<strong>del</strong>idad. Y prohíbo que se le obedezca como rey.<br />
Al recibir la sentencia papal, Enrique decidió responder de igual modo, y reunió a un grupo de obispos que declaró<br />
excomulgado a Gregorio. En diversos lugares los más fieles seguidores <strong>del</strong> Emperador siguieron su ejemplo, y por tanto<br />
el cisma parecía inevitable.<br />
Pero el poder de Enrique no era tan firme como parecía. Muchos de sus seguidores sabían que las acusaciones que<br />
se hacían contra Gregorio eran falsas, y temían por la salvación de sus almas. Pronto hubo obispos que le escribieron al<br />
Papa, pidiendo perdón por haberse prestado a los manejos <strong>del</strong> Emperador. Luego Guillermo de Utrecht, uno de los principales<br />
acusadores de Hildebrando, murió de repente, y el pánico cundió por las filas imperiales. Los sajones amenazaban<br />
rebelarse de nuevo. Varios nobles poderosos, fuera por motivos de conciencia o de política, comenzaron a negarle