justo-l-gonzalez-historia-del-cristianismo-tomo-1
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251<br />
De igual modo, no ha de decirse que Dios actúa razonablemente. No es la racionalidad lo que hace que Dios actúe<br />
de tal o cual manera. Al contrario, es Dios, en su soberana voluntad, quien determina en qué ha de consistir la razón, y<br />
entonces, por su poder ordenado, actúa siguiendo las directrices de esa razón.<br />
En consecuencia, los viejos argumentos mediante los cuales los teólogos trataban de demostrar que tal o cual doctrina<br />
era razonable o “conveniente” perdían todo su valor. Tomemos por ejemplo la cuestión de la encarnación. Anselmo,<br />
y casi toda la tradición teológica a partir de él, habían dicho que la encarnación de Dios en un ser humano era razonable,<br />
porque la humanidad le debía a Dios una deuda que, por ser infinita, sólo podía ser pagada por Dios, y que, por ser<br />
humana, sólo podía ser pagada por un ser humano. Pero ahora los teólogos de los siglos XIV y XV señalan que todo<br />
esto, que puede parecer muy razonable desde nuestro punto de vista, no lo es si tenemos en cuenta el poder absoluto<br />
de Dios. En efecto, por su poder absoluto, Dios pudo haber dispuesto que la deuda quedaba cancelada, o pudo sencillamente<br />
haber declarado que el ser humano no era pecador, o haber contado como mérito cualquier otra cosa que<br />
hubiera decidido, muy distinta de los méritos de Cristo. Por tanto, el hecho de que seamos salvos por esos méritos no se<br />
debe a que tuviera que ser así, o a que la encarnación y los sufrimientos de Cristo hayan sido el medio más apropiado,<br />
sino que se debe lisa y llanamente a que Dios así lo determinó.<br />
De igual modo, tampoco ha de pensarse que hay algo en la criatura humana que la haga particularmente apta para<br />
la encarnación. La presencia de Dios en la criatura es siempre un milagro. Es un milagro tan grande que no tiene nada<br />
que ver con la capacidad <strong>del</strong> ser humano para recibir al Creador. Por tanto, siguiendo esta línea de pensamiento, hubo<br />
discípulos de Occam que llegaron a decir que, si Dios lo hubiera querido, bien pudo encarnarse en un asno.<br />
Todo esto no ha de hacernos pensar que estos teólogos eran personas incrédulas que se gozaban en hacer preguntas<br />
sutiles por el solo gusto de hacerlas. Al contrario, todo cuanto sabemos de sus vidas parece indicar que eran gentes<br />
devotas y sinceras. Su propósito era exaltar la gloria de Dios. El Creador se halla a una distancia infinita de la criatura. La<br />
mente humana es incapaz de penetrar los misterios de Dios. La omnipotencia divina es tal que ante ella han de detenerse<br />
todos nuestros esfuerzos por penetrarla. Pretender que el modo en que Dios actúa es eminentemente razonable<br />
equivaldría a limitar a Dios, colocando la razón por encima de él. Tal era el tenor de la teología de la época.[Vol. 1, Page<br />
535]<br />
No se trataba por tanto de una teología incrédula, dispuesta a creer sólo lo que la razón pudiera demostrar, sino todo<br />
lo contrario. Se trataba de una teología que, tras probar que la razón sirve de poco, lo colocaba todo en manos de Dios, y<br />
estaba dispuesta a creer todo lo que el Señor hubiera revelado; y a creerlo, no por ser razonable, sino por ser revelado.<br />
De aquí se sigue que la cuestión de la autoridad es de suma importancia para la teología de los siglos XIV y XV. Si<br />
no se puede mostrar mediante la razón que tal o cual cosa es cierta, hay que tener autoridades infalibles que nos sirvan<br />
para conocer la doctrina verdadera. Occam creía que tanto el papa como un concilio universal podían equivocarse, y que<br />
sólo las Escrituras eran infalibles. Pero más a<strong>del</strong>ante, según el Gran Cisma de Occidente fue dándole auge al movimiento<br />
conciliar, muchos teólogos comenzaron a pensar que un concilio universal era la autoridad suprema, y que ante él<br />
toda oposición debía doblegarse. Es por esto que, en el Concilio de Constanza, los grandes teólogos Gerson y de Ailly<br />
insistían en la necesidad de que Huss se sometiera al Concilio. Si se le daba oportunidad de demostrar que la gran<br />
asamblea se equivocaba al condenarle, caería por tierra la autoridad <strong>del</strong> Concilio. Y, puesto que el poder de la razón era<br />
tan escaso como ellos mismos habían señalado, no quedaría medio alguno de subsanar el cisma, de reformar la iglesia,<br />
o de determinar cuál era la recta doctrina.<br />
Por otra parte, esta teología le daba mucha importancia a la fe, no sólo como creencia, sino también como confianza.<br />
Dios ha ordenado su poder para nuestro bien. Y ello quiere decir que las promesas de Dios son de fiar, aun cuando toda<br />
consideración de razón nos incline a dudar de ellas. La omnipotencia divina es tal que se encuentra por encima de todos<br />
sus enemigos. Quienes confían en ella no se verán desamparados. Este tema fue característico de algunos de los últimos<br />
teólogos anteriores a la Reforma, y lo veremos aparecer una vez más en Martín Lutero. Pero, por muy devotos que<br />
fueran estos pensadores, sus sutilezas, y su insistencia en definiciones precisas y distinciones alambicadas, no podían<br />
sino suscitar una fuerte reacción entre quienes veían el contraste entre las complejidades de la teología académica y la<br />
simplicidad <strong>del</strong> evangelio. Parte de esa reacción fue la “devoción moderna”, de que tratamos en el capítulo anterior. De<br />
esa devoción surgió Imitación de Cristo, libro que pronto se hizo popularísimo, y que en su primer capítulo expresa lo que<br />
parece haber sido una reacción muy común contra la teología de la época:<br />
¿De qué te sirve poder disputar profundamente acerca de la Trinidad, si te falta humildad, y con ello ofendes a la Trinidad?<br />
De cierto, las palabras altisonantes no hacen que uno sea santo y <strong>justo</strong>. Pero la vida virtuosa sí hace que sea<br />
agradable a Dios.<br />
Es mejor sentir arrepentimiento, que saber definirlo. Si te supieras de memoria toda la Biblia y todo lo que han dicho los<br />
filósofos, ¿de qué te serviría sin el amor de Dios y sin la gracia? Vanidad de vanidades. Todo es vanidad, excepto amar<br />
a Dios y servirle sólo a El.