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229<br />

A la postre, mientras el pueblo gritaba en la planta baja <strong>del</strong> edificio, los cardenales reunidos en el piso alto decidieron<br />

elegir a Bartolomé Prignano, arzobispo de Bari. Aunque éste no era romano, al menos era italiano, y con ello el pueblo<br />

se calmó. El Domingo de Resurrección, con gran pompa y con la participación de todos los cardenales que lo habían<br />

elegido, Prignano fue coronado, y tomó el título de Urbano VI.<br />

En medio de aquella iglesia corrompida, la elección de Prignano pareció ser un acto providencial. De origen humilde<br />

y costumbres austeras, no cabía duda de que el nuevo papa se dedicaría a la reforma de que tan necesitada se hallaba<br />

la iglesia. Por tanto, era inevitable que chocara con los cardenales, quienes estaban acostumbrados a llevar vidas ostentosas,<br />

y para muchos de los cuales su oficio era un modo de enriquecerse ellos y sus familiares. Luego, aunque Urbano<br />

hubiera sido un hombre cauto y comedido, su posición sería siempre difícil.<br />

Pero Urbano no era ni cauto ni comedido. En su afán de erradicar el absentismo, llamó traidores y perjuros a los<br />

obispos que formaban parte de su corte, y que por tanto no estaban en sus diócesis. Desde el púlpito, tronó contra el lujo<br />

de los cardenales, y después declaró que cualquier prelado que recibiera cualquier regalo era por ello culpable de simonía,<br />

y merecía ser excomulgado. En sus esfuerzos por librar al papado de la sombra de Francia, decidió nombrar un<br />

número tan grande de cardenales italianos que los franceses perdieran su poder. Y luego, antes de hacer el nombramiento,<br />

cometió la indiscreción de anunciarles sus proyectos a los franceses.<br />

Todo esto no era más que la tan ansiada reforma que añoraban los fieles en diversas partes de la cristiandad. Pero<br />

al ganarse la enemistad de los cardenales, Urbano lo hizo de tal modo que pronto se empezó a decir que estaba loco. Y<br />

sus acciones en respuesta a tales rumores eran tales que parecían confirmarlos. Además, al mismo tiempo que se declaraba<br />

campeón de la reforma de la iglesia, tomaba medidas para colocar a sus parientes en encumbradas posiciones,<br />

tanto eclesiásticas como laicas. Por tanto, sus contrincantes podían decir que lo que le movía no era el celo reformador,<br />

sino la sed de poder.<br />

A la postre los cardenales lo fueron abandonando. Primero los franceses, y después los italianos, huyeron a Anagni,<br />

y allí declararon, en el manifiesto que hemos citado al principio de este capítulo, que Urbano había sido elegido cuando<br />

el cónclave no tenía libertad de acción, y que tal elección, arrancada a la fuerza, no era válida. Al hacer tal declaración se<br />

olvidaban de que casi todos ellos habían estado presentes, no sólo en la elección, sino también en la proclamación y la<br />

coronación de Urbano, y que ni uno solo había alzado la voz en protesta. Y se olvidaban también de que durante varios<br />

meses habían formado parte de la corte de Urbano, tomándole por verdadero papa y sin poner en duda la validez de la<br />

elección.<br />

La respuesta de Urbano fue sencillamente nombrar veintiséis nuevos cardenales de entre sus adeptos. Si los demás<br />

cardenales los aceptaban como legítimos, perderían todo su poder. Por tanto, no les quedaba otra salida que declarar<br />

que, [Vol. 1, Page 491] puesto que la elección de Urbano no era válida, los recién nombrados cardenales no lo eran de<br />

veras, y proceder entonces a la elección de un nuevo papa.<br />

Reunidos en cónclave, los mismos cardenales —excepto uno— que habían elegido a Urbano, y que por algún tiempo<br />

lo habían servido, eligieron a un nuevo pontífice. Los cardenales italianos que estaban presentes se abstuvieron de<br />

votar, pero no protestaron.<br />

Surgió así un fenómeno sin precedente en la <strong>historia</strong> <strong>del</strong> <strong>cristianismo</strong>. En varias ocasiones anteriores había habido<br />

dos personas que declaraban ser el papa legítimo. Pero ahora por primera vez había dos papas elegidos por el mismo<br />

colegio de cardenales. Uno de ellos, Urbano VI, había sido repudiado por los que lo eligieron, y por tanto había creado<br />

un nuevo colegio de cardenales. El otro, que tomó el título de Clemente VII, gozaba <strong>del</strong> apoyo de los cardenales que<br />

representaban la continuidad con el pasado. Luego, toda la cristiandad occidental se vio obligada a decidirse por uno u<br />

otro pretendiente.<br />

La decisión no era fácil. Urbano VI había sido elegido legítimamente, a pesar de las tardías protestas de quienes lo<br />

eligieron. Su rival, en el hecho mismo de tomar el nombre de Clemente, se mostraba dispuesto a seguir la tradición <strong>del</strong><br />

papado en Aviñón. Pero también era cierto que Urbano daba señales cada vez más marcadas de estar loco, o al menos<br />

embriagado con su poder, y que Clemente era un diplomático hábil y moderado—aunque la diplomacia no bastaba para<br />

recomendar a este pretendiente al papado, quien anteriormente se había visto envuelto en hechos sangrientos, y cuya<br />

piedad y devoción ni aun sus partidarios defendían.<br />

Tan pronto como fue electo, Clemente trató de adueñarse de Roma, donde se hizo fuerte en el castillo de San Angel.<br />

Pero a la postre fue derrotado por las tropas de Urbano, y se vió obligado a retirarse de Italia y establecer su residencia<br />

en Aviñón. El resultado fue que a partir de entonces hubo dos papas, uno en Roma y otro en Aviñón. Y cada uno de ellos<br />

inmediatamente envió legados por toda Europa, tratando de ganar el apoyo de los soberanos.<br />

Como era de esperarse, Francia optó por el papa de Aviñón, y en esa decisión le siguió Escocia, su vieja aliada en la<br />

guerra contra Inglaterra. Este último país siguió el curso opuesto, pues el papado de Aviñón era contrario a sus intereses<br />

nacionales.

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