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Por fin, en el 1366, cuando contaba diecinueve años de edad, tuvo la visión cumbre de este primer período de su vida.<br />

En esa visión Jesucristo se le apareció, y contrajo con ella nupcias místicas.[Vol. 1, Page 486]<br />

Tras esta experiencia de “las bodas místicas con Jesús”, cambió el tenor de la vida religiosa de Catalina. Hasta entonces<br />

se había ocupado casi exclusivamente de su propia vida espiritual. Pero ahora, siguiendo el ejemplo de su esposo<br />

místico, inicio un ministerio en pro de la humanidad. Parte de ese ministerio consistió en el servicio a los pobres y<br />

enfermos. Muchos decían haber sido sanados por su intercesión, y casi todos afirmaban que su sola presencia llevaba<br />

consigo una profunda paz espiritual. La otra parte notable de su ministerio fue la enseñanza. Alrededor de Catalina se<br />

formó un círculo de mujeres y hombres que escuchaban ávidamente sus enseñanzas acerca de la vida espiritual. Muchos<br />

de estos discípulos eran sacerdotes, monjes y nobles que le aventajaban tanto en edad como en posición social. Al<br />

mismo tiempo, de algunos de estos discípulos— particularmente los dominicos— aprendió Catalina buena parte de la<br />

teología de la iglesia, y así evitó el peligro de tantos otros místicos, de desconocer el pensamiento religioso <strong>del</strong> resto de<br />

la iglesia, y ser por tanto acusados de herejes.<br />

Su fama era ya grande cuando en 1370 tuvo otra experiencia que inició la tercera y última etapa de su vida religiosa.<br />

Durante cuatro horas, su cuerpo estuvo tan tranquilo que la tuvieron por muerta. Al despertar, declaró que, en efecto,<br />

había estado con el Señor, y que le había rogado permanecer con él. Pero Jesús le contestó: “Muchas almas necesitan<br />

que tú regreses para ser salvas. [...] A partir de ahora, y por el bien de las almas, has de salir de tu ciudad. Yo estaré<br />

siempre contigo, y te guiaré, y te traeré de vuelta.”<br />

Desde aquel momento, Catalina se dedicó a la ardua tarea de llevar el papado de regreso a Roma. Para ello era necesario<br />

tanto restaurar la paz en Italia, como convencer al Papa de que debía regresar. Con ese propósito viajó de ciudad<br />

en ciudad. Donde llegaba, las multitudes se agolpaban para verla. Se decía que a su paso acontecían milagros. Al<br />

Papa, le escribió repetidamente indicndole que la voluntad que el Señor le había revelado era que el papado debía regresar<br />

a su sede romana. Esas cartas muestran a la vez un profundo amor y respeto, y una firmeza inquebrantable. Al<br />

tiempo que se duele por el estado de la iglesia, llama al Papa “nuestro dulce padre”. Y en sus más respetuosas misivas<br />

se queja, sin por ello dejarse llevar por el odio o la amargura, de “ver a Dios así ultrajado”. Nos es imposible saber hasta<br />

qué punto todo esto influyó sobre Gregorio XI. Pero el hecho es que por fin, el 17 de enero de 1377, sólo tres años antes<br />

de la muerte de Catalina a los treinta y tres de edad, Gregorio XI entró en Roma, en medio de júbilo general. Había terminado<br />

el período <strong>del</strong> papado en Aviñón, al que se ha llamado, con cierta justificación, “la cautividad babilónica de la<br />

iglesia”.<br />

Catalina, como hemos dicho, murió tres años después de ver realizado su anhelo. Poco menos de un siglo más tarde<br />

fue declarada santa por la iglesia romana. Y en 1970 Paulo VI le dio el título de “doctor de la iglesia”. Ella y Santa<br />

Teresa de Jesús son las únicas mujeres a quienes el papado ha dado ese honroso título, hasta entonces reservado para<br />

unos pocos teólogos varones.<br />

La vida eclesiástica<br />

Las consecuencias <strong>del</strong> papado en Aviñón fueron funestas para el <strong>cristianismo</strong> de habla latina—es decir, toda la cristiandad<br />

occidental. Las constantes guerras en Italia, y el lujo de sus propias cortes, requerían que los papas de Aviñón<br />

tuviesen [Vol. 1, Page 487] amplios recursos económicos. Puesto que las diversas facciones en Italia se adueñaron de<br />

los territorios que antes habían sido “el patrimonio de San Pedro”, el único recurso que les quedaba a los papas era obtener<br />

fondos procedentes de los demás países de Europa occidental. Pero los fieles en esas regiones no estaban dispuestos<br />

a contribuir voluntariamente todo lo que el papado requería, y por tanto los pontífices de Aviñón, y Juan XXII en<br />

particular, elaboraron todo un sistema de impuestos eclesiásticos.<br />

Tales impuestos redundaban en perjuicio de la vida religiosa. Así, por ejemplo, cuando un prelado era nombrado para<br />

ocupar una nueva sede, los ingresos que ese cargo producía durante un año, que se llamaban “anata”, le correspondían<br />

al Papa. Por ello, el papado tenía interés en que los prelados fuesen trasladados frecuentemente. Si una diócesis<br />

rica quedaba vacante, el Papa podía demorarse en llenar el cargo, reservando para sí el ingreso producido por la sede<br />

en cuestión. A estas prácticas, que al menos tenían la apariencia de legalidad, se sumaba la de la simonía —nombre que<br />

se le daba porque se decía que Simón Mago había sido el primero en querer practicarla—que consistía en comprar y<br />

vender cargos eclesiásticos.<br />

Lo que el Papa hacía con los prelados, lo repetían éstos con sus subalternos. Si habían comprado su diócesis, tenían<br />

que resarcirse de los gastos vendiendo cargos inferiores, y exigiendo que las contribuciones <strong>del</strong> pueblo, que tenían<br />

fuerza de ley, fuesen cada vez mayores. Luego, buena parte de la vida eclesiástica se convirtió en un sistema de explotación<br />

de los escasos recursos <strong>del</strong> pueblo, cargado de gravámenes cada vez más onerosos.<br />

A la simonía y la explotación se sumaban males paralelos, como el nepotismo, el absentismo y el pluralismo. Puesto<br />

que los cargos eclesiásticos eran ricas prebendas, los papas de Aviñón se dieron de lleno al nepotismo, que consiste en<br />

nombrar personas para ocupar cargos, no a base de su habilidad, sino de su parentesco con quien hace el nombramien-

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