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102<br />

to. Siricio, el sucesor de Dámaso, no apreciaba los estudios de Jerónimo, y por fin éste decidió partir de Roma hacia<br />

Tierra Santa —o, como él diría, “de Babilonia hacia Jerusalén”.<br />

Paula y Eustoquio le siguieron por otro camino, y juntos fueron en peregrinación por Palestina. Después, Jerónimo<br />

siguió hacia el Egipto, donde visitó las escuelas de Alejandría y las cuevas <strong>del</strong> desierto. A mediados <strong>del</strong> año 386, sin<br />

embargo, estaba de regreso en Palestina, donde él y Paula decidieron dedicarse a la vida monástica. No se trataba empero<br />

<strong>del</strong> rigor extremo de los monjes <strong>del</strong> desierto, sino de una vida de austeridad moderada, dedicada principalmente al<br />

estudio. Puesto que Paula era rica, y Jerónimo tenía algunos medios, fundaron en Belén dos monasterios —uno para<br />

mujeres bajo la dirección de Paula, y otro para hombres bajo Jerónimo—. Este último se dedicó a estudiar más detalladamente<br />

el hebreo, para traducir la Biblia, y al mismo tiempo les enseñaba el latín a los niños de la localidad, y el griego<br />

y el hebreo a las monjas de Paula.[Vol. 1, Page 219]<br />

Pero sobre todo Jerónimo se dedicó a la obra que seria su principal monumento literario: la traducción de la Biblia al<br />

latín. Naturalmente, ya en esa época había otras traducciones de las Escrituras. Pero todas habían sido hechas partiendo<br />

de la Septuaginta, es decir, la traducción <strong>del</strong> Antiguo Testamento <strong>del</strong> hebreo al griego. Por tanto, era necesaria una<br />

nueva traducción, hecha directamente <strong>del</strong> hebreo.<br />

Jerónimo se dedicó a producirla, aunque su obra se vio constantemente interrumpida por su enorme correspondencia,<br />

sus constantes controversias, y las calamidades que sacudían al mundo.<br />

Aunque a la postre la versión de Jerónimo —que se conoce como la Vulgata— se impuso en toda la iglesia de habla<br />

latina, al principio no fue tan bien recibida como Jerónimo hubiera deseado. Naturalmente, la nueva traducción de la<br />

Biblia —como toda nueva traducción— cambiaba algunos de los pasajes favoritos de algunas personas, y muchos se<br />

preguntaban qué derecho tenía Jerónimo de cambiar las Escrituras.<br />

Además, muchos habían aceptado la leyenda según la cual la Septuaginta había sido escrita por setenta traductores<br />

que, aunque trabajaban separadamente, coincidieron hasta en los más mínimos detalles de su traducción. De este modo<br />

se justificaba la versión griega, y se afirmaba que era tan inspirada como el original hebreo. Por tanto, cuando Jerónimo<br />

publicó una nueva versión que difería de la Septuaginta, no faltaron quienes le acusaron de faltarles el respeto a las Escrituras.<br />

Tales criticas no provenían sólo de gentes ignorantes, sino hasta de algunos de los sabios más distinguidos de<br />

la época. Desde el norte de Africa, Agustín le escribió: Te ruego que no dediques tus esfuerzos a traducir al latín los<br />

sagrados libros, a menos que sigas el método que seguiste antes en tu versión <strong>del</strong> libro de Job, es decir, añadiendo notas<br />

que muestren claramente en qué puntos difiere esta versión tuya de la Septuaginta, cuya autoridad no conoce igual.<br />

[...]<br />

Además, no me imagino cómo ahora, después de tanto tiempo, pueda descubrirse en los manuscritos hebreos cosa<br />

alguna que no hayan visto antes tantos traductores, y tan buenos conocedores de la lengua hebrea.<br />

Jerónimo al principio no le contestó, y cuando por fin lo hizo, sencillamente le dio a entender a Agustín que no debía<br />

buscar la propia gloria atacando a quien era mayor que él. De manera sutil, al tiempo que parecía alabarle, Jerónimo le<br />

daba a entender a Agustín que el combate sería desigual, y que por tanto el obispo haría bien dejando de criticar al viejo<br />

erudito.<br />

Aunque la mayor parte de las controversias de Jerónimo terminaron en querellas nunca subsanadas, en el caso de<br />

Agustín la situación fue distinta, pues años más tarde Jerónimo se vio en la necesidad de refutar la herejía de los pelagianos<br />

—acerca de la cual trataremos en el próximo capítulo— y para ello se vio obligado a acudir a las obras de Agustín.<br />

Su próxima carta al sabio obispo muestra una admiración que Jerónimo reservaba para muy pocas personas.<br />

Todo esto puede dar a entender que Jerónimo era una persona insensible, preocupada sólo por su propio prestigio.<br />

Al contrario, su espíritu era en extremo sensible, y precisamente por esa razón tenía que presentar ante el mundo una<br />

fachada rígida e imperturbable. Quizá nadie sabía esto tan bien como Paula y su hija Eustoquio. Pero Paula murió en el<br />

404, y Eustoquio en el 419, y Jerónimo quedó solo y desolado. Su dolor era tanto mayor por cuanto sabía que no era<br />

sólo [Vol. 1, Page 220] él quien se acercaba al fin, sino toda una era. Unos pocos años antes, el 24 de agosto <strong>del</strong> 410,<br />

Roma había sido tomada y saqueada por los godos bajo el mando de Alarico. Ante la noticia, todo el mundo se estremeció.<br />

Cuando Jerónimo lo supo, en su retiro en Belén, le escribió a Eustoquio:<br />

¿Quién podría creer que Roma, construida mediante la conquista <strong>del</strong> mundo, ha caído? ¿Que la madre de muchas naciones<br />

se ha vuelto a su tumba? [...] Mis ojos se obscurecen a causa de mi edad [...] y con la luz que tengo por las noches<br />

no puedo leer los libros en hebreo, que hasta de día me son difíciles de leer a causa de lo pequeñas que son las<br />

letras.<br />

Casi diez años vivió Jerónimo después de la caída de Roma. Fueron años de soledad, controversias y dolor. Por fin,<br />

unos pocos meses después de la muerte de Eustoquio, el viejo erudito entregó el espíritu.<br />

[Vol. 1, Page 221] Agustín de Hipona 24

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