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creación de Dios, y es por tanto buena; pero que la libertad es capaz de hacer sus propias decisiones, y que el origen <strong>del</strong><br />

mal está en las malas decisiones hechas por voluntades angélicas —los ángeles caídos— y humanas. De este modo,<br />

Agustín afirmaba tanto la realidad <strong>del</strong> mal como la creación de todas las cosas por un Dios bueno.<br />

Esto a su vez quiere decir que el mal no es “algo”, no es una “cosa”, como pretendían los maniqueos al hablar de las<br />

tinieblas. El mal es una decisión, una dirección, una falta o negación <strong>del</strong> bien.<br />

En uno de los primeros capítulos de esta sección tratamos acerca <strong>del</strong> cisma donatista. El lector recordará que ese<br />

cisma había tenido lugar en el norte de Africa, precisamente en la región en donde Agustín era ahora pastor. Por tanto,<br />

parte de su labor teológica consistió también en refutar el donatismo. Frente a los donatistas, Agustín insistió en que la<br />

validez de los sacramentos no depende de la virtud moral de la persona que los administra. De ser así, estaríamos constantemente<br />

en dudas acerca de si hemos recibido o no un sacramento válido. Esta posición de Agustín ha sido sostenida<br />

por toda la iglesia occidental desde sus días.<br />

También frente a los donatistas Agustín desarrolló la teoría de la guerra justa. Como hemos dicho anteriormente, algunos<br />

de entre los donatistas —los circunceliones— se habían dado a la violencia. Esto tenía raíces sociales y económicas<br />

de las que Agustín no estaba enterado. Pero en todo caso para el obispo de Hipona tales desmanes debían ser reprimidos.<br />

Por ello declaró que una guerra es justa sólo cuando se cumplen varias condiciones. La primera de éstas es<br />

que el propósito mismo de la guerra ha de ser <strong>justo</strong> —no puede ser justa una guerra que se lleva a cabo por ambiciones<br />

territoriales, o por el mero gusto de guerrear—. La segunda condición es que sólo las autoridades tienen derecho a llevar<br />

a cabo una guerra justa. Al establecer esta condición, Agustín quería sencillamente asegurarse de que no dejaba el<br />

campo abierto a las venganzas personales. Pero en siglos posteriores el resultado de esta regla sería que los poderosos<br />

tendrían derecho a hacer la guerra contra los débiles, pero no viceversa. Esto podía verse ya en el caso de los circunceliones.<br />

Por último, la tercera regla —y para Agustín la más importante—era que, aún en medio de la lucha, el motivo de<br />

amor debe perdurar.<br />

Fue sin embargo contra los pelagianos que Agustín escribió sus más importantes obras teológicas. Pelagio era un<br />

monje de origen británico que se había hecho famoso por su austeridad. Para él, la vida cristiana consistía en un esfuerzo<br />

constante mediante el cual uno vencía sus pecados y lograba la salvación. Pelagio afirmaba, al igual que Agustín, que<br />

Dios nos ha hecho libres, y que el mal tiene su origen en la voluntad —tanto la <strong>del</strong> Diablo como la de los seres humanos—.<br />

Según él veía las cosas, esto quería decir que el ser humano tiene siempre el poder necesario para sobreponerse<br />

al pecado. Lo contrario sería excusar el pecado.<br />

Frente a esto, Agustín recordaba su experiencia de los años cuando al mismo tiempo quería hacerse cristiano, y no<br />

lo quería. Para él, la voluntad humana no era tan sencilla como lo pretendía Pelagio. Hay casos en los que deseamos<br />

algo, y al mismo tiempo no lo deseamos. Lo que es más, todos sabemos que aunque queramos querer algo, no por ello<br />

lo lograremos. La voluntad no es siempre dueña de sí misma.[Vol. 1, Page 227]<br />

Según Agustín, el pecado es una realidad tan poderosa que se posesiona de nuestras voluntades, y mientras estamos<br />

en pecado no nos es posible querer —de veras querer— librarnos de él. Lo más que podemos lograr es esa lucha<br />

entre el querer y el no querer, que sólo sirve para mostrarnos la impotencia de nuestra voluntad frente a ella misma. El<br />

pecador no puede querer sino el pecado.<br />

Esto no quiere decir, sin embargo, que toda libertad haya desaparecido. El pecador sigue siendo libre para escoger<br />

entre varias alternativas. Pero la alternativa que no puede escoger por sí mismo es la de dejar de pecar. Como dice<br />

Agustín, antes de la caída teníamos libertad para no pecar y para pecar. Pero después de la caída y antes de la redención<br />

la única libertad que nos queda es la de pecar.<br />

Cuando somos redimidos, lo que sucede es que la gracia de Dios obra en nosotros, llevándonos <strong>del</strong> miserable estado<br />

en que nos hallábamos a un nuevo estado, en el que queda reinstaurada nuestra libertad, tanto para pecar como para<br />

no pecar. Por fin, en el cielo, sólo tendremos libertad para no pecar.<br />

Como en el caso anterior, esto no quiere decir que no tendremos libertad alguna. Al contrario, en la vida celestial<br />

continuarán ofreciéndosenos diversas alternativas. Pero ninguna de ellas será pecado. Volviendo entonces al momento<br />

de la conversión, ¿cómo podemos hacer la decisión de aceptar la gracia? Según Agustín, sólo por obra de la gracia<br />

misma. En consecuencia, la conversión no tiene lugar por iniciativa <strong>del</strong> ser humano, sino por iniciativa de la gracia divina.<br />

Esa gracia es irresistible, y Dios se la da a quienes ha predestinado para ello —y aquí Agustín cita a San Pablo.<br />

Frente a todo esto, Pelagio afirmaba que cada uno de nosotros viene al mundo completamente libre para pecar, o<br />

para no pecar. No hay tal cosa como el pecado original, ni una corrupción de la naturaleza humana que nos obligue a<br />

caer. Si caemos, es por cuenta y decisión propia. Los niños no tienen pecado alguno hasta que ellos mismos, individualmente,<br />

deciden pecar.<br />

A Pelagio y sus seguidores les parecía que tales doctrinas excusaban el pecado, pues si decimos que el ser humano<br />

caído no tiene libertad sino para pecar, en realidad estamos dándole permiso para pecar, y diciéndole que no tiene que

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