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justo-l-gonzalez-historia-del-cristianismo-tomo-1

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modo que siempre parecía que los franceses, aunque tenían derecho a pedir más, estaban dispuestos a ceder en algunas<br />

de sus exigencias más extremas, y que por tanto el Papa debía estar agradecido.[Vol. 1, Page 482]<br />

El caso de los templarios fue todavía más bochornoso. Al terminar las cruzadas, la vieja orden había perdido la razón<br />

de su existencia. Pero, en teoría al menos, los papas seguían predicando el ideal de la cruzada para reconquistar la Tierra<br />

Santa. Luego, aunque en un sentido es cierto que la orden estaba destinada a desaparecer, no es menos cierto que<br />

el momento y el modo de su desaparición se debieron a la avaricia de Felipe el Hermoso y a la debilidad de Clemente. A<br />

través de los siglos, los templarios habían acumulado grandes riquezas y extensiones de terreno. Para una monarquía<br />

pujante como la francesa, los bienes y el poder de los templarios eran un obstáculo a su política centralizadora. En otras<br />

partes de Europa, otros monarcas daban muestras de sentimientos parecidos. Poco a poco, en parte gracias al apoyo de<br />

la burguesía, los reyes iban debilitando el poder que hasta entonces habían tenido los grandes señores feudales. Pero el<br />

caso de los templarios era distinto, pues, por ser una orden monástica, no se les podía someter directamente al poder<br />

temporal. Por ello se acudió al subterfugio de acusarlos de herejía e inmoralidad, y forzar al débil Clemente V a suprimir<br />

la orden y disponer de sus bienes en provecho de la monarquía.<br />

Repentinamente, y contra todo derecho de ley, los templarios que se hallaban en Francia fueron arrestados. Mediante<br />

el uso de torturas, se les obligó a confesar los más nefandos crímenes. Aunque muchos se negaron a traicionar a sus<br />

compañeros y soportaron valientemente los más crueles tormentos, a la postre se reunieron suficientes declaraciones<br />

para justificar la acción ilegal que el Rey había tomado. Según confesaron algunos, la orden de los templarios era en<br />

realidad una confraternidad opuesta a la fe cristiana. A los neófitos se les obligaba a practicar la idolatría, a escupir la<br />

cruz y a maldecir a Cristo. Además, otros declararon bajo tortura que en la orden se practicaba la sodomía, y se incitaba<br />

a ella por diversos medios. Entre los que se rindieron ante el suplicio se contaba Jacques de Molay, el gran maestro de<br />

la orden, quien además envió una carta a sus compañeros, pidiéndoles que confesaran cuanto supieran. Algunos piensan<br />

que la razón por la que de Molay hizo esto era que estaba seguro de que las acusaciones eran tan absurdas que no<br />

se les daría crédito, y que el escándalo sería tal que el Rey se vería obligado a poner en libertad a los cautivos. Otros<br />

creen que lo hizo sencillamente porque flaqueó ante la tortura.<br />

Cuando el Papa recibió noticias de lo acaecido, y el expediente de las confesiones de los torturados, era de esperarse<br />

que acudiera en defensa de los miembros de una orden que estaba bajo su protección, y cuyos derechos el Rey<br />

había violado. Pero lo que sucedió fue muy distinto. Clemente dio orden de que en todos los países se encarcelara a los<br />

templarios, y de ese modo impidió cualquier medida que el resto de la orden pudiera tomar contra Felipe. Cuando se<br />

enteró de que muchas de las supuestas confesiones habían sido obtenidas por la fuerza, trató de evitar tales abusos<br />

declarando que, dada la importancia <strong>del</strong> caso, seria él mismo quien serviría de juez, y que por tanto las autoridades locales<br />

no tenían jurisdicción para continuar las torturas. Pero esto fue todo lo que el débil papa hizo en defensa de quienes<br />

le habían jurado obediencia y confiaban en su protección. Mientras esperaban el día <strong>del</strong> juicio, los templarios continuaron<br />

encarcelados.<br />

Al año siguiente el Rey y el Papa debían reunirse en Poitiers. Al llegar a esa ciudad, Clemente encontró que se le<br />

acusaba de ser el instigador de las supuestas prácticas de los templarios. En las sesiones públicas, y a instancias de<br />

Nogaret, se le insultó y amenazó. Además, para acallar su conciencia, le fueron presentados [Vol. 1, Page 483] algunos<br />

de los templarios más dóciles, quienes repitieron en su presencia las confesiones que el miedo o el dolor les habían<br />

arrancado anteriormente. Por fin, el Papa accedió a dejar el asunto en manos de un concilio que se reuniría en la ciudad<br />

francesa de Viena.<br />

El primero de octubre de 131 1, casi cuatro años después <strong>del</strong> encarcelamiento de los templarios, se reunió el concilio.<br />

Las esperanzas de Felipe, en el sentido de que la asamblea, dominada por los franceses, se prestara rápidamente a<br />

la condenación de la orden, resultaron infundadas. La comisión que el concilio nombró para ocuparse <strong>del</strong> asunto de los<br />

templarios insistía en la necesidad de escuchar la defensa de los acusados. El Rey trono y amenazó; pero los prelados,<br />

avergonzados quizá por la debilidad de su jefe, permanecieron firmes. Por fin, mientras la asamblea se entretenía en<br />

asuntos de menor importancia, el Rey y el Papa llegaron a un acuerdo. La orden de los templarios sería suprimida, no<br />

mediante un juicio, sino por decisión administrativa <strong>del</strong> Papa. Al concilio no le quedó otra alternativa que acceder. Después,<br />

tras otra serie de negociaciones, se decidió cumplir los deseos <strong>del</strong> rey de Francia, y traspasar los bienes de los<br />

templarios a los hospitalarios. Pero esa transferencia fue mínima, pues el traspaso de las propiedades se demoró varios<br />

años, y en todo caso el Rey le hizo llegar al Papa una cuenta por gastos <strong>del</strong> juicio de los templarios, a cobrarse de los<br />

bienes de la orden suprimida antes de traspasárselos a los hospitalarios, y la supuesta cuenta ascendía a la casi totalidad<br />

de esos bienes. En cuanto a los acusados, muchos fueron condenados a cadena perpetua. Cuando Jacques de<br />

Molay y uno de sus principales subalternos fueron llevados a la catedral de Nuestra Señora de París para confesar públicamente<br />

sus crímenes, se retractaron. Ese mismo día fueron quemados vivos.

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