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206<br />

no podríamos ofrecer servicio digno y suficiente para una Víctima tan grande e<br />

inefable.<br />

Sugerio de San Dionisio<br />

Los siglos que expresaron sus altos ideales en movimientos de reforma monástica y papal, en la empresa de las cruzadas,<br />

y en la teología de los escolásticos, los expresaron también en los edificios que dedicaron al servicio de Dios. De<br />

igual modo que la “era de los mártires” nos legó su testimonio escrito en sangre, la “era de los altos ideales” nos ha dejado<br />

el suyo escrito en piedra. En una época utilitaria como la nuestra, en la que el valor de las cosas se mide a base <strong>del</strong><br />

provecho inmediato que puedan producir, aquellas iglesias construidas por nuestros antepasados en la fe nos recuerdan<br />

que hay otros modos de ver la vida y sus valores. Vistas desde nuestra perspectiva, aquella era y las personas que en<br />

ellas vivieron dejan mucho que desear; pero vistas a la luz de aquellas iglesias y de su testimonio, también nuestra era y<br />

nuestra dedicación dejan mucho que desear.<br />

Las iglesias de la Edad Media tenían dos propósitos principales, uno didáctico y otro cúltico. El propósito didáctico se<br />

entiende si recordamos que era una época en que escaseaban los libros, y también quienes supieran leerlos. Dada esa<br />

situación las iglesias se volvieron los libros de los analfabetos. En ellas se trataba de presentar la totalidad de la <strong>historia</strong><br />

bíblica, la vida de los grandes mártires de la iglesia, los vicios y virtudes, las leyendas pías, y todo cuanto pudiera ser útil<br />

a la vida religiosa de los fieles. Si a nosotros hoy muchas de esas antiguas iglesias nos confunden, esto se debe en parte<br />

a que no sabemos leer su simbolismo. Pero quienes vivieron en aquella época conocían los más mínimos detalles de su<br />

iglesia, donde sus padres y abuelos les habían explicado y narrado desde niños las <strong>historia</strong>s maravillosas de los Evangelios,<br />

de los santos y las virtudes, que ellos a su vez habían oído de generaciones anteriores.<br />

El propósito cúltico de esas mismas iglesias se encuentra expresado en la cita que encabeza el presente artículo. A<br />

través de la “era de las tinieblas”, se había desarrollado un concepto de la comunión que la relacionaba con la Crucifixión<br />

más bien que con la Resurrección, al mismo tiempo que se había llegado a pensar que en el acto de la consagración el<br />

pan dejaba de ser pan, y el vino dejaba de ser vino, para convertirse en el cuerpo y la sangre de Cristo. En su forma<br />

explícita, este modo de ver la comunión es la llamada doctrina de la “transubstanciación”, que no fue oficialmente promulgada<br />

sino en el IV Concilio Laterano, en el 1215. Pero desde mucho antes de su declaración oficial, era la opinión<br />

común <strong>del</strong> pueblo y el clero. Además, se llegó a pensar que la celebración de la comunión era en cierto sentido una repetición<br />

<strong>del</strong> sacrificio de Cristo, quien no sufría en él, pero cuyos méritos se aplicaban directamente a los presentes y a<br />

las personas en cuyo nombre se decía la misa.<br />

Todo esto quería decir que la iglesia en la que se celebraba un acto tan portentoso debía ser digna de él. La iglesia<br />

no era sencillamente un lugar de reunión, ni un lugar donde los fieles adoraban a Dios. La iglesia era el lugar en que el<br />

Gran Milagro tenía lugar, y donde se guardaba el cuerpo de Cristo (la hostia consagrada) aun cuando los fieles no estuvieran<br />

presentes. Luego, lo que una ciudad o aldea tenía en mente al construir una iglesia era edificar un estuche donde<br />

guardar y honrar su Joya mas preciada.<br />

La arquitectura románica<br />

Al iniciarse la “era de los altos ideales”, y durante buena parte de ella, la arquitectura más común era la que los <strong>historia</strong>dores<br />

llaman “románica”. En ese estilo, la planta de las iglesias era por lo general la misma de las basílicas que hemos<br />

discutido anteriormente. Consistían en una gran nave, frecuentemente con otras naves paralelas, y dos alas transversales,<br />

que le daban a la planta la forma de cruz. Por último, al extremo frente a la puerta principal, el ábside semicircular<br />

rodeaba el altar. La modificación más importante que el estilo románico introdujo en esa planta fue prolongar el extremo<br />

de la iglesia donde se encontraba el ábside. Esto se hizo porque, a partir <strong>del</strong> siglo VI, se había ido introduciendo una<br />

distinción cada vez más exagerada entre el clero y el pueblo, al tiempo que la participación de éste último en el culto se<br />

volvía cada vez más pasiva, y los coros de monjes o canónigos ocupaban su lugar. La reforma de Cluny, por ejemplo, al<br />

tiempo que hizo más austera la vida en los monasterios, complicó la liturgia hasta tal punto que sólo los monjes que se<br />

dedicaban exclusivamente a ella podían seguirla y cantar todos los salmos e himnos. Recuérdese además que era imposible<br />

que todos los presentes tuvieran himnarios u órdenes de culto. Por tanto, cuando los himnos eran más de los que<br />

una persona promedio podía memorizar, los únicos que podían cantar eran los monjes o canónigos que formaban el<br />

coro. Frente a éstos se encontraba el facistol, un gran atril en el que se colocaban los libros litúrgicos, escritos en letras<br />

de suficiente tamaño para ser leídas a cierta distancia.[Vol. 1, Page 439]<br />

Las antiguas basílicas tenían techos de madera, y el arte románico colocó en su lugar techos de piedra. El modo característico<br />

en que esos techos se sostenían era la “bóveda de cañón”. Esta no era sino un arco de medio punto repetido<br />

tantas veces como fuera necesario para formar una bóveda. El arco de medio punto es un semicírculo de piedra, construido<br />

de tal modo que el peso de las piedras de arriba se transmite en un empuje lateral más bien que vertical (véase la

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