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108<br />

Al morir Agustín, los vándalos le ponían sitio a la ciudad de Hipona. Poco después, eran dueños de todo el norte de Africa<br />

—hasta los límites <strong>del</strong> viejo imperio occidental—. Unos años antes, en el 410, la capital <strong>del</strong> Imperio, Roma la eterna,<br />

había sido tomada y saqueada por Alarico y sus tropas godas. Aún antes, en el 378, en la batalla de Adrianápolis, un<br />

emperador había sido derrotado y muerto por los godos, cuyas tropas habían llegado hasta las afueras mismas de Constantinopla.<br />

Lo que sucedía era que el viejo Imperio —al menos en su porción occidental— se desmoronaba. Durante<br />

varios siglos las legiones romanas habían contenido a los pueblos germánicos tras las fronteras <strong>del</strong> Rin y <strong>del</strong> Danubio.<br />

En la Gran Bretaña, una muralla separaba la parte romanizada de la que quedaba bajo el dominio de los “bárbaros”.<br />

Pero ahora todos esos diques estaban rotos. En una serie de oleadas al parecer interminables, los diversos pueblos<br />

bárbaros atravesaban las fronteras, saqueaban villas y ciudades, y por fin iban a establecerse permanentemente en algún<br />

territorio hasta entonces romano. Allí fundaban sus propios reinos, a veces teóricamente sujetos al Imperio, pero<br />

siempre independientes. La unidad <strong>del</strong> viejo Imperio había llegado a su fin.<br />

En la próxima sección de esta <strong>historia</strong> trataremos acerca de las consecuencias de todo esto para la vida de la iglesia.<br />

Pero ahora, al terminar esta Segunda Sección, conviene que nos detengamos para hacer un breve inventario de lo<br />

que hemos visto en esta “era de los gigantes”.[Vol. 1, Page 232]<br />

El gran tema que de un modo u otro domina todo este período es el de las relaciones entre la fe y la cultura —o, en<br />

sus términos institucionales, entre la iglesia y el estado—. En Constantino y sus seguidores, el estado decidió tomar el<br />

nombre de Cristo. A esto la iglesia no podía oponerse con éxito alguno. Pero sí podía seguir varias alternativas. El retiro<br />

de los monjes y el cisma de los donatistas son en cierto sentido respuestas radicales al reto planteado por Constantino.<br />

En el extremo opuesto se encuentra Eusebio de Cesarea —y probablemente otros millares de cristianos cuyos nombres<br />

la <strong>historia</strong> no ha registrado— desde cuya perspectiva lo que estaba sucediendo era casi el cumplimiento de las promesas<br />

bíblicas. Entre estos dos extremos, sin embargo, se halla la mayoría de los “gigantes” a quienes hemos dedicado la presente<br />

sección. Los repetidos exilios de Atanasio, la firmeza de Ambrosio ante Teodosio, los sermones de Ambrosio y de<br />

Juan Crisós<strong>tomo</strong> contra la injusticia social, y la resistencia de Basilio ante Valente, son muestra de que estos gigantes de<br />

la fe no capitularon, ni se dejaron arrastrar por el poder, el prestigio y las promesas <strong>del</strong> Imperio.<br />

Ante nuestros ojos, que miran los acontecimientos con la fácil sabiduría que nos da el hecho de vivir después de<br />

ellos, pudiera parecer que la iglesia de aquellos tiempos debió haber sido más firme en su oposición a las injusticias que<br />

existían en un Imperio que pretendía llamarse cristiano. Pero si vemos las cosas, no desde nuestra perspectiva <strong>del</strong> siglo<br />

XX, sino desde la de una iglesia que acababa de pasar por la era de los mártires, no podemos menos que sorprendernos<br />

ante la firmeza y la sabiduría de quienes continuaron luchando por su fe contra peligros antes inesperados. Antonio y<br />

Pacomio en el desierto con sus oraciones y con su ejemplo; Atanasio en el exilio con su pluma; Macrina llamando a obediencia<br />

a Basilio con su cariño de hermana; Crisós<strong>tomo</strong> desde el púlpito con su oratoria dorada, y desde el destierro con<br />

su recia humildad; Ambrosio a la puerta de la iglesia ante el Emperador; Jerónimo en la ciudad de David traduciendo la<br />

Biblia contra el consejo de muchos; Agustín en su retiro meditando y escribiendo acerca <strong>del</strong> sentido de la fe cristiana;<br />

todos ellos fueron gigantes en medio de la sucesión ininterrumpida de gentes de fe de quienes podría decirse, con palabras<br />

prestadas de la Epístola a los Hebreos, que de ellos el mundo no era digno.

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