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tal, que se preguntaba quién les había dado autoridad a los francos para cambiar el viejo Credo, aceptado por los concilios<br />

y por todos los cristianos ortodoxos.<br />

Parte de lo que estaba en juego eran dos modos algo distintos de entender la doctrina de la Trinidad. Pero la controversia<br />

se hizo mucho más agria por cuanto existían fuertes rivalidades entre las iglesias de Oriente y Occidente. Cuando<br />

Carlomagno recibió <strong>del</strong> Papa el titulo de emperador, el gobierno de Constantinopla declaró que se trataba de una usurpación<br />

de poder, y que el Rey de los francos no era verdaderamente emperador. Los francos afirmaron que la negación<br />

<strong>del</strong> Filioque era herejía, y por su parte los bizantinos respondieron que los herejes eran quienes osaban cambiar el Credo.<br />

Hasta el día de hoy, ésta sigue siendo una de las cuestiones que separan a las iglesias orientales de las occidentales.<br />

Por otra parte, esta controversia tuvo otra consecuencia, que se hace sentir hasta el día de hoy en el culto público de<br />

muchas de nuestras iglesias. Hasta esa época, el credo más común utilizado por todas las iglesias era el Niceno. Pero<br />

ahora el Papa se veía en la difícil situación de tener que tomar partido entre los francos y los bizantinos cada vez que<br />

tenía que decir el Credo. Su solución consistió en [Vol. 1, Page 331] empezar a utilizar el viejo Símbolo Romano, que<br />

había caído en desuso siglos antes, y que ahora empezó a llamarse “Credo de los apóstoles”. De ese modo, el Papa<br />

evitaba tener que decidir entre los francos y los bizantinos. A partir de Roma, el Credo de los apóstoles fue difundiéndose<br />

por todo el resto de Europa occidental, y es por esa razón que ha venido a ser el más usado en todas las iglesias occidentales,<br />

tanto católicas como protestantes.<br />

Otra controversia teológica <strong>del</strong> período carolingio giró alrededor de las doctrinas de Elipando de Toledo y Félix de<br />

Urgel, ambos españoles. En España había muchos cristianos que no habían huido hacia el norte durante las invasiones<br />

islámicas, y que ahora vivían bajo el régimen musulmán. Estos cristianos, los “mozárabes”, conservaban sus antiguas<br />

tradiciones de tiempos preislámicos, incluso su orden de culto, conocido como la “liturgia mozárabe”. Ahora que Carlomagno<br />

empezaba a reconquistar algunas de las tierras perdidas al Islam en España, estos mozárabes se mostraban<br />

celosos de sus antiguas tradiciones, que los francos trataban de sustituir por los usos de Roma y de Francia. Luego,<br />

había razones de tensión entre los mozárabes y los francos aun antes que estallara la controversia.<br />

El conflicto comenzó cuando el arzobispo Elipando de Toledo, basándose en algunas frases de la liturgia mozárabe,<br />

dijo que, según su divinidad, Cristo era Hijo eterno <strong>del</strong> Padre, pero que según su humanidad era hijo sólo “por adopción”.<br />

Debido a esta frase, la posición de Elipando ha sido llamada “adopcionismo”. Pero este nombre no es exacto, puesto que<br />

lo que decían los verdaderos adopcionistas de la iglesia antigua era que Jesús había sido un hombre común y corriente<br />

a quien Dios hizo hijo adoptivo. Esto no era lo que decía Elipando. Según él, Jesús había sido siempre divino. Pero sí le<br />

parecía necesario insistir en la distinción entre la divinidad y la humanidad <strong>del</strong> Salvador, y por ello hablaba de dos modos<br />

de ser “hijo”, uno eterno y otro por adopción. Luego, lo que tenemos aquí, más bien que un verdadero adopcionismo, es<br />

la distinción marcada entre las dos naturalezas <strong>del</strong> Salvador que siglos antes caracterizó a la escuela de Antioquía, y<br />

cuya consecuencia extrema fue condenada en el Concilio de Efeso, cuando Nestorio fue declarado hereje.<br />

Frente a estas enseñanzas de Elipando, que pronto hallaron eco en el obispo Félix de Urgel, otros insistían en la<br />

unión estrecha de las dos naturalezas <strong>del</strong> Salvador. Así, por ejemplo, Beato de Liébana decía:<br />

... los incrédulos no podían ver en aquel a quien crucificaban otra cosa que un hombre. Y como hombre lo crucificaron.<br />

Crucificaron al Hijo de Dios. Crucificaron a Dios. Por mí sufrió mi Dios. Por mí fue crucificado mi Dios.<br />

Pronto las enseñanzas de Elipando y de Félix fueron condenadas por los teólogos francos y por los papas. Elipando,<br />

que se encontraba fuera de su alcance por vivir en tierras de moros, continuó afirmando sus doctrinas. Pero Félix fue<br />

obligado a retractarse, y a la postre no se le permitió regresar a Urgel, donde la influencia de los mozárabes era grande,<br />

y tuvo que pasar el resto de sus días entre los francos.<br />

Muertos Elipando y Félix, la controversia quedó relegada a segundo plano.<br />

En el entretanto, sin embargo, otras controversias habían aparecido dentro <strong>del</strong> propio reino franco. De todas estas,<br />

las que más nos interesan son las que se refieren a la predestinación y a la presencia de Cristo en la comunión.<br />

La controversia acerca de la predestinación giró alrededor <strong>del</strong> monje Gotescalco, quien había sido colocado en el<br />

monasterio de Fulda cuando aún era niño. Gotescalco [Vol. 1, Page 332] se dedicó a estudiar las obras de San Agustín,<br />

y llegó a la conclusión, históricamente correcta, de que la iglesia de su tiempo se había apartado de las enseñanzas <strong>del</strong><br />

Obispo de Hipona en lo que se refería a la predestinación. Por diversas razones, Gotescalco se había ganado la enemistad<br />

de sus superiores, y por tanto cuando dio a conocer sus opiniones acerca de la predestinación no faltaron quienes<br />

aprovecharon esa ocasión para atacarlo. Entre estos enemigos de Gotescalco se encontraban Rabán Mauro, abad de<br />

Fulda, y el poderoso arzobispo Hincmaro de Reims. Tras una serie de debates, Gotescalco fue declarado hereje y encerrado<br />

en un monasterio, donde se dice que perdió la razón poco antes de morir. Aunque algunos de los más eruditos<br />

pensadores de la época lo defendieron en algunos puntos, resultaba claro que la iglesia no estaba dispuesta a aceptar

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