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De este modo los sajones dejarian de ser una amenaza. Además, cualquiera que haya sido la intención que lo animaba<br />

en sus primeras campañas, a la postre Carlomagno decidió incorporar Sajonia a sus dominios. Puesto que se<br />

consideraba a sí mismo rey (y después emperador) por la gracia de Dios, parte de su misión, según él mismo la veía,<br />

consistía en asegurarse de que sus súbditos fuesen cristianos.<br />

Por otra parte, el bautismo tenía cierto poder directo en la pacificación de los sajones. Al parecer, muchos entre ellos<br />

creían que al aceptar el bautismo estaban abandonando a sus dioses, quienes a su vez los abandonarían a ellos. Luego,<br />

una vez bautizados, no tenían otra alternativa que ser cristianos, pues de lo contrario quedarían sin dios alguno que los<br />

protegiera. Aunque muchos de los bautizados tras una campaña pronto se sumaban a la próxima rebelión, también hubo<br />

muchos que se negaron a sublevarse de nuevo, basando su decisión en el hecho de que habían sido bautizados.<br />

Por su parte, Carlomagno siguió una política de pacificación que pronto logró asimilar Sajonia al reino de los francos.<br />

Varios miles de sajones fueron transportados a otras partes <strong>del</strong> Imperio. Y en su propia tierra el Emperador les dio el<br />

título de condes a algunos de los jefes que se mostraron leales a su gobierno. Poco [Vol. 1, Page 324] después, serían<br />

los sajones quienes aplicarían a la conversión de sus vecinos los mismos métodos que Carlomagno había empleado con<br />

ellos.<br />

Mientras todo esto sucedía, Carlomagno no abandonó por completo sus intereses en España. Bajo el mando de su<br />

hijo Ludovico Pío y <strong>del</strong> duque Guillermo de Aquitania, los francos conquistaron una amplia faja de terreno que se extendía<br />

hasta el Ebro. Al mismo tiempo, Carlomagno parece haber puesto algunos recursos a la disposición de Alfonso II el<br />

Casto, rey de Asturias, quien comenzaba el largo proceso de la reconquista de la Península Ibérica.<br />

Dentro de sus propios territorios, Carlomagno se ocupó también de organizar y supervisar la vida de la iglesia. Al parecer,<br />

el Emperador se creía llamado a gobernar su pueblo, no sólo en asuntos civiles, sino también eclesiásticos. Aun<br />

más, Carlomagno no parece haber hecho distinción alguna entre estos dos campos. Los obispos, al igual que los condes,<br />

eran nombrados por el rey, y desapareció así la antigua costumbre de que los obispos fueran elegidos por el clero y<br />

el pueblo. Puesto que bajo Carlomagno cada obispo era directamente responsable ante el rey, la función de los arzobispos<br />

fue más bien de honor que de autoridad. Bajo Ludovico Pío, el próximo rey, los arzobispos comenzarían a adquirir<br />

más poder, y a la postre se volverían poderosos señores feudales.[Vol. 1, Page 325]<br />

Además de nombrar a los obispos, Carlomagno se ocupó de legislar acerca de la vida de la iglesia. Esta legislación<br />

incluyó el descanso dominical obligatorio, la imposición <strong>del</strong> diezmo como si fuera un impuesto, y el mandato de predicar<br />

sencillamente y en la lengua <strong>del</strong> pueblo.<br />

Bajo los gobiernos anteriores, el monaquismo había perdido su inspiración inicial, pues las abadías se habían vuelto<br />

ricas prebendas, codiciadas y frecuentemente logradas por personajes que no tenían el menor interés en la vida monástica,<br />

y que sólo aspiraban a hacerse ricos y poderosos. Carlomagno emprendió la reforma de los monasterios, que quedó<br />

confiada a Benito de Aniano (quien no debe confundirse con Benito de Nursia, el autor de la Regla). Benito de Aniano<br />

había abandonado la corte real para dedicarse a la vida monástica, y su sabiduría, austeridad y obediencia a la Regla<br />

pronto le ganaron el respeto <strong>del</strong> Rey, quien le encomendó la tarea de reformar y supervisar la vida monástica. Esto lo<br />

hizo nuestro monje aplicando en todo el país la Regla de San Benito, que así alcanzó mayor difusión.<br />

Al mismo tiempo, Carlomagno se ocupó también de la educación de sus súbditos y <strong>del</strong> cultivo de las letras. Con este<br />

propósito, reformó la escuela palatina, que existía desde tiempos de los merovingios (la dinastía anterior). A esa escuela<br />

asistieron, no sólo los hijos de los nobles de la corte, sino también el propio Rey, deseoso de aumentar sus conocimientos.<br />

A ella Carlomagno trajo al diácono Alcuino de York, a quien había conocido en Italia, y quien llevó al reino de los<br />

francos la erudición que se había conservado en los monasterios británicos. De España vino Teodulfo, a quien el Rey<br />

nombró obispo de Orleans. Allí este sabio obispo ordenó que en todas las iglesias de su diócesis hubiera escuelas, y<br />

prohibió que los sacerdotes les negasen la enseñanza a los pobres, o que exigiesen pago por ella. Tras estos grandes<br />

maestros, vinieron muchos otros, así como poetas e <strong>historia</strong>dores, cuyos nombres no es necesario consignar aquí, pero<br />

que contribuyeron a un florecimiento de las letras bajo el régimen de Carlomagno y sus sucesores.<br />

Los sucesores de Carlomagno<br />

Normalmente, según las viejas costumbres de los francos, los territorios de Carlomagno debieron haberse repartido<br />

entre todos sus hijos. Pero cuando el viejo Rey decidió que había llegado la hora de nombrar sucesor, sólo uno de sus<br />

hijos legítimos quedaba con vida: Luis, o Ludovico, a quien por sus inclinaciones religiosas se le ha dado el nombre de<br />

“Ludovico Pío”. Aunque éste había dado muestras de habilidad administrativa y militar mientras gozó <strong>del</strong> título de rey de<br />

Aquitania bajo su padre Carlomagno, el hecho es que hubiera preferido ser monje que emperador, y que sólo la mano<br />

fuerte de su padre y los consejos de varios eclesiásticos a quienes admiraba le impidieron tomar la tonsura monástica.<br />

Los primeros años de gobierno de Ludovico Pío fueron indudablemente los mejores. En la primera dieta (o asamblea<br />

<strong>del</strong> Imperio) se adoptó una serie de medidas que mostraban el camino que Ludovico se proponía seguir. De estas la más

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