justo-l-gonzalez-historia-del-cristianismo-tomo-1
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Cuando pensaba consagrarme por entero a tu servicio, Dios mío [...], era yo<br />
quien quería hacerlo, y yo quien no quería hacerlo. Era yo mismo. Y porque ni<br />
quería <strong>del</strong> todo, ni <strong>del</strong> todo no quería, luchaba conmigo mismo y me hacía pedazos.<br />
Agustín de Hipona<br />
Toma y lee. Toma y lee. Toma y lee. Estas palabras, que algún niño gritaba en sus juegos infantiles, flotaban por sobre<br />
la verja <strong>del</strong> huerto de Milán e iban a estrellarse en los oídos <strong>del</strong> abatido maestro de retórica que bajo una higuera clamaba:<br />
“¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo? ¿Mañana y siempre mañana? ¿Por qué no termina mi inmundicia en este<br />
preciso momento?” Las palabras que el niño gritaba le parecieron señal <strong>del</strong> cielo. Poco antes había dejado en otra parte<br />
<strong>del</strong> huerto un manuscrito que había estado leyendo. Ahora se levantó, lo tomó, y leyó las palabras <strong>del</strong> apóstol Pablo: “No<br />
en glotonerías y borracheras, no en lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia, sino vestíos <strong>del</strong> Señor Jesucristo, y<br />
no proveáis para los deseos de la carne” (Romanos 13:13–14). En respuesta a estas palabras <strong>del</strong> Apóstol, Agustín —<br />
que así se llamaba aquel maestro de retórica— decidió allí mismo lo que había estado tratando de decidir por largo tiempo.<br />
Se dedicó por entero a la vida religiosa, dejó su ocupación magisterial, y como resultado de todo ello la posteridad le<br />
conoce como “San Agustín”.<br />
Empero para comprender el alcance y sentido de aquella experiencia <strong>del</strong> huerto de Milán es necesario detenernos a<br />
narrar la vida <strong>del</strong> joven Agustín hasta aquel momento crucial.<br />
Camino a la conversión<br />
Agustín nació en el año 354, en la población de Tagaste, en el norte de Africa. Su padre era un pequeño oficial romano,<br />
de religión pagana. Pero su madre, Mónica, era cristiana ferviente, cuya oración constante por la conversión de su<br />
esposo a la postre hallaría respuesta. Agustín no parece haber tenido relaciones muy estrechas con su padre, pues escasamente<br />
lo menciona en sus obras. Pero Mónica sí supo ganarse su afecto, hasta tal punto que, aún después de<br />
grande, buena [Vol. 1, Page 222] parte de la vida de Agustín tuvo lugar a la sombra de su madre. En todo caso, ambos<br />
padres <strong>del</strong> joven Agustín sabían que su vástago poseía una inteligencia poco común, y por ello se esmeraron en ofrecerle<br />
la mejor educación disponible. Con ese propósito en mente le enviaron primero a la cercana ciudad de Madaura, y<br />
después a Cartago.<br />
Agustín tenía unos diecisiete años cuando llegó a la gran ciudad que por varios siglos había sido el centro político,<br />
económico y cultural <strong>del</strong> Africa de habla latina. Aunque no parece haber descuidado sus estudios, pronto se dedicó a<br />
disfrutar de los diversos placeres que Cartago le ofrecía. Fue allí que conoció a una mujer a quien hizo su concubina, y<br />
de quien tuvo su único hijo, Adeodato.<br />
La disciplina que Agustín estudiaba, la retórica, servía para preparar abogados y funcionarios públicos. Su propósito<br />
era aprender a hablar y escribir de modo elegante y convincente, y para nada importaba que lo que se decía fuese cierto<br />
o no. Los profesores de filosofía podían preocuparse por la naturaleza de la verdad. Los de retórica se ocupaban sólo <strong>del</strong><br />
buen decir. Por tanto, lo que se suponía que Agustín persiguiera en Cartago no era la verdad, sino sólo el modo de convencer<br />
a los demás de que lo que decía era cierto y <strong>justo</strong>.<br />
Pero entre las obras de la antigüedad que los estudiantes de retórica debían leer se encontraban las de Cicerón, el<br />
famoso orador de la era clásica romana. Y Cicerón, además de orador, había sido filósofo. Por tanto, leyendo una de sus<br />
obras, Agustín se convenció de que no bastaba con el buen decir. Era necesario buscar la verdad. Esa búsqueda le llevó<br />
ante todo al maniqueísmo. El maniqueísmo era una religión de origen persa, fundada por Mani en la primera mitad <strong>del</strong><br />
siglo III. Según Mani, la difícil situación humana se debe a que en cada uno de nosotros hay dos principios. Uno de ellos<br />
es espiritual y luminoso.<br />
El otro —la materia— es físico y tenebroso. En todo el universo hay dos principios igualmente eternos: la luz y las tinieblas.<br />
De algún modo que los maniqueos explicaban mediante una serie de mitos, estos dos principios se han mezclado<br />
y confundido, y la condición humana se debe a esa confusión.<br />
La salvación consiste entonces en separar estos dos elementos, y en preparar nuestro espíritu para su regreso al reino<br />
de la luz, y su fusión final con la luz eterna. Puesto que toda nueva mezcla es necesariamente mala, los verdaderos<br />
creyentes han de hacer todo lo posible por evitarla—y por tanto los maniqueos, aunque no condenaban el uso <strong>del</strong> sexo,<br />
sí condenaban la procreación. Según Mani, esta doctrina había sido revelada en diversos tiempos a varios profetas, entre<br />
quienes se contaban Buda, Zoroastro, Jesús y, por último, el propio Mani. En tiempos de Agustín, el maniqueísmo se<br />
difundía por toda la cuenca <strong>del</strong> Mediterráneo, y su principal medio de difusión era su aureola de ser una doctrina eminentemente<br />
racional. Al igual que el gnosticismo en épocas anteriores, el maniqueísmo ahora explicaba sus doctrinas sobre