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exageración, sí da testimonio de lo que sabemos por otras fuentes acerca de aquellos primeros monjes, que rehuían de<br />

toda compañía salvo, en raras ocasiones, la de otros monjes.<br />

Según Atanasio, Antonio nació en una pequeña aldea en la ribera izquierda <strong>del</strong> Nilo, hijo de padres relativamente<br />

acomodados y dedicados a las labores agrícolas. Cuando éstos murieron, Antonio era todavía joven, y quedó en posesión<br />

de una herencia que pudo haberles permitido vivir holgadamente tanto a él como a su hermana menor, de la que se<br />

hizo cargo. Fue poco después, al escuchar la lectura <strong>del</strong> Evangelio en la iglesia, que Antonio decidió dedicarse a la vida<br />

monástica. El texto para ese día era la <strong>historia</strong> <strong>del</strong> joven rico, y las palabras de Jesús impresionaron profundamente a<br />

Antonio, que se consideraba también rico: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás<br />

tesoro en el cielo” (Mateo 19:21). En respuesta a estas palabras, Antonio dispuso de sus propiedades y repartió sus<br />

bienes entre los pobres, conservando sólo una pequeña porción para su hermana. Pero después, al escuchar las palabras<br />

de Jesús en Mateo 6:34: “no os afanéis por el día de mañana”, Antonio se desprendió aun de esta pequeña reserva,<br />

colocó a su hermana al cuidado de las vírgenes de la iglesia, y se retiró al desierto.<br />

Sus primeros años de retiro, los pasó Antonio aprendiendo la vida monástica de un anciano que habitaba en las cercanías<br />

—prueba ésta de que Antonio no fue de hecho el primer anacoreta. Fueron tiempos difíciles para el joven monje,<br />

pues a veces se sentía atraído por los placeres que había dejado atrás, y se arrepentía de haber vendido todos sus bienes<br />

y haberse retirado al desierto. Pero cuando tales ideas le acosaban, Antonio recrudecía su disciplina. A veces se<br />

pasaba varios días sin comer. Y cuando comía, lo hacía sólo una vez al día, después de la puesta <strong>del</strong> sol.[Vol. 1, Page<br />

155]<br />

Tras pasar algún tiempo con su anciano maestro, Antonio decidió apartarse de él y de los demás monjes vecinos de<br />

quienes había aprendido la disciplina monástica. Se fue entonces a vivir en una de las tumbas de un viejo cementerio<br />

abandonado, donde se alimentaba <strong>del</strong> pan que alguien le traía cada varios días. Según cuenta Atanasio, en esta época<br />

los demonios comenzaron a aparecérsele a Antonio, quien tuvo que luchar con ellos de continuo —a veces en lucha<br />

física de la que salió molido.<br />

Por fin, a los treinta y cinco años, Antonio tuvo una visión en la que Dios le decía que no temiera, pues su ayuda estaría<br />

siempre con él. Fue entonces que el anacoreta decidió que la tumba en que vivía no era suficientemente retirada, y<br />

se internó en el desierto, donde fijó su residencia en un fortín abandonado. Aun allí lo persiguieron los demonios, según<br />

nos cuenta Atanasio. Pero hasta los demonios tenían que rendirse ante la virtud <strong>del</strong> atleta de Dios, que iba llegando al<br />

medio siglo de edad.<br />

Empero no eran sólo los demonios quienes perseguían al santo varón. También lo perseguían otros monjes, deseosos<br />

de aprender de él la sabiduría de la contemplación [Vol. 1, Page 156] y la oración. Y también lo perseguían los curiosos<br />

y los enfermos, pues la fama de Antonio como santo y como hacedor de milagros se difundía. Una y otra vez el<br />

venerado anacoreta huyó a lugares más apartados; pero los que lo buscaban siempre se las arreglaban para encontrarlo.<br />

Finalmente, accedió a vivir cerca de un grupo de discípulos, siempre que éstos no frecuentaran demasiado su refugio.<br />

A cambio de ello, Antonio les visitaría periódicamente, y les hablaría de la disciplina monástica, el amor de Dios y las<br />

maravillas de la contemplación.<br />

En dos ocasiones, empero, Antonio visitó la gran ciudad de Alejandría. La primera fue cuando se desató la gran<br />

persecución, y Antonio y varios discípulos decidieron ir a la ciudad para allí ofrendar sus vidas como mártires. Pero el<br />

prefecto los vio tan harapientos que no los consideró dignos de su atención, y los monjes tuvieron que contentarse con<br />

alentar a los que habían de sufrir el martirio.<br />

La otra visita a Alejandría tuvo lugar muchos años más tarde, cuando los arrianos decían que el santo ermitaño sostenía<br />

su doctrina frente a la de Atanasio, y Antonio decidió deshacer esos falsos rumores presentándose en persona ante<br />

los obispos reunidos en Alejandría. En aquella ocasión, el viejo ermitaño, que no sabía griego, sino sólo copto, y que<br />

probablemente no sabia leer, habló con tal convicción y espíritu que los arrianos no supieron cómo contestarle.<br />

Por fin, hacia el fin de sus días, Antonio accedió a que dos monjes más jóvenes vivieran con él para atender a sus<br />

necesidades. Murió en el año 356, tras darles instrucciones a sus acompañantes en el sentido de que mantuvieran secreto<br />

el lugar de su sepultura y le hicieran llegar su manto al santo obispo Atanasio. Como vemos, tanto Pablo como<br />

Antonio se retiraron al desierto antes de la época de Constantino —y aun ellos no fueron los primeros ermitaños—. Pero<br />

con el advenimiento de Constantino al poder el género de vida que estos eremitas habían abrazado se hizo cada vez<br />

más popular. Algunos viajeros de la época nos cuentan, quizá con algo de exageración, que llegó el momento en que<br />

había más gentes en el desierto que en muchas ciudades. Otros ofrecen cifras tales como veinte mil monjas y diez mil<br />

monjes, en sólo una región de Egipto. Por muy exagerados que sean estos testimonios, no cabe duda de la veracidad<br />

<strong>del</strong> fenómeno que describen, pues al leer los documentos de la época vemos que los hombres y mujeres que se retiraron<br />

al desierto eran legión.

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