justo-l-gonzalez-historia-del-cristianismo-tomo-1
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Su sucesor, Eugenio III, sorprendió al mundo. La razón por la que fue elegido era que nadie quería ser papa en medio<br />
de aquella turbulenta situación; y Eugenio, un viejo abad cisterciense amigo de Bernardo, no parecía tener la fuerza<br />
ni la firmeza necesarias para enfrentarse a los republicanos. Allende los Alpes, Bernardo recibió con disgusto la noticia<br />
de la elección de su amigo al pontificado. Pero a pesar de ello le envió un largo tratado en el que le aconsejaba acerca<br />
de cómo debía conducirse en su oficio. Por su parte, Eugenio III reunió las tropas de varias ciudades cercanas y derrotó<br />
a los romanos, en cuyo auxilio había acudido el propio Arnaldo de Brescia con un contingente suizo. Eugenio entró en<br />
Roma, cuyos ciudadanos se declararon prontos a obedecerlo siempre que traicionara a sus antiguos aliados. Antes de<br />
hacer tal cosa, Eugenio se retiró de la ciudad, [Vol. 1, Page 448] primero a Viterbo y después a Siena. Desde allí continuó<br />
dirigiendo la vida de la iglesia en Europa, siempre con la ayuda de Bernardo, quien a la sazón se encontraba predicando<br />
la Segunda Cruzada, sirviendo de árbitro entre reyes y arzobispos, y conmoviendo a Europa con su verbo inflamado.<br />
Pero el gran logro de Eugenio fue socavar la popularidad de Arnaldo y de la república. Debido a la revolución que<br />
había tenido lugar, Roma no gozaba <strong>del</strong> prestigio y las ventajas económicas de ser el centro religioso de Europa, y muchos<br />
romanos comenzaban a mostrar resentimiento hacia los jefes republicanos. Mientras tanto, Eugenio se ganaba las<br />
simpatías <strong>del</strong> pueblo. Puesto que la república no le negaba el título de obispo de la ciudad, sino sólo el poder temporal,<br />
el Papa regresó a Roma en dos ocasiones, y se ganaba cada vez más la aprobación popular mediante su mansedumbre,<br />
rectitud y paciencia. A su muerte en el 1153, la república se sostenía con dificultad.<br />
Bajo la sombra de Federico Barbarroja<br />
Poco antes de la muerte de Eugenio, falleció también el emperador Conrado III, y le sucedió Federico I Barbarroja, el<br />
más grande emperador que Europa había conocido desde tiempos de Carlomagno. Mientras Federico ocupó el trono, el<br />
papado se movió bajo la sombra de ese gran monarca, cuya ambición parecía no tener límites. Tras el breve pontificado<br />
de Anastasio IV, ocupó la cátedra de San Pedro Adriano IV, el único inglés que haya logrado tal dignidad. Cuando en un<br />
tumulto en Roma uno de los cardenales fue muerto, Adriano colocó a la ciudad en entredicho. Privada de toda función<br />
eclesiástica, la vieja capital de la iglesia no tardó en capitular. Además, comenzaba a cansarse de Arnaldo y sus seguidores,<br />
muchos de los cuales eran extranjeros. A la postre, la república fue abolida, Arnaldo partió al exilio, y Adriano<br />
entró triunfalmente en la ciudad. Poco después, Arnaldo fue capturado y devuelto a Roma donde, por temor a una rebelión<br />
popular, el Papa y los suyos lo mataron y arrojaron sus cenizas al Tíber.<br />
En el entretanto, Federico Barbarroja, al frente de un gran ejército, había cruzado los Alpes para reclamar el título de<br />
rey de Italia. Todas las ciudades republicanas <strong>del</strong> norte se le sometieron, y los republicanos de Roma le enviaron una<br />
<strong>del</strong>egación pidiéndole su apoyo frente a Adriano. Esa solicitud fue un error, pues Federico no sentía simpatía alguna por<br />
la causa republicana, y despidió airadamente a los <strong>del</strong>egados. Entonces marchó hacia Roma, donde fue coronado por<br />
Adriano.<br />
Pero los romanos se resistían a la autoridad imperial, y en el conflicto resultante varios centenares de ellos fueron<br />
muertos. Cuando Federico decidió regresar a Alemania, Adriano se vio obligado a partir de Roma, para nunca más volver.<br />
Aunque el resto de Europa, tratando de contrarrestar el creciente poder de Federico, acataba su autoridad pontificia,<br />
la entrada a Roma le estaba vedada.<br />
Comenzó así una pugna sorda entre el Papa y el Emperador, en la que cada uno de los contendientes alentaba el<br />
movimiento republicano en los territorios de su contrincante. Al tiempo que Adriano apoyaba el movimiento republicano<br />
en la región de Lombardía, donde las ciudades trataban de independizarse <strong>del</strong> Imperio, el Emperador favorecía sentimientos<br />
semejantes entre el pueblo romano.<br />
Alejandro III, el sucesor de Adriano, tuvo que enfrentarse a un antipapa elegido por los partidarios <strong>del</strong> Emperador.<br />
Este convocó un gran concilio en el que se decidiría cuál era el verdadero papa. Alejandro se negó a asistir, y declaró<br />
que el Emperador no tenía tal autoridad. Su rival, que había tomado el nombre de Víctor IV, accedió a los deseos imperiales,<br />
y por tanto el concilio depuso a Alejandro y declaró que Víctor era el papa legítimo. Empero el resto de Europa no<br />
le hizo caso al concilio imperial. Sólo el Imperio y los países donde su poder se hacia sentir (Hungría, Bohemia, Noruega<br />
y Suecia) tomaron el partido de Víctor, mientras que el resto de Europa, así como el Imperio Bizantino y el Reino de Jerusalén,<br />
se declararon a favor de Alejandro. En Italia, el conflicto era general, y las ciudades se declaraban a favor de<br />
uno u otro papa según las tropas imperiales estuvieran cerca o no.[Vol. 1, Page 449]<br />
Dado el caos que reinaba en Italia, Alejandro partió hacia Francia, donde recibió el homenaje <strong>del</strong> rey de ese país y<br />
<strong>del</strong> de Inglaterra. A la muerte de Víctor IV, quienes lo habían apoyado eligieron otro antipapa, que tomó el nombre de<br />
Pascual III; y a la muerte de éste lo sucedió Calixto III. Cuando por fin Alejandro decidió regresar a Roma, el clero y el<br />
pueblo lo recibieron alborozados. Pero poco después Federico atravesó los Alpes y atacó la ciudad, y el Papa tuvo que<br />
escapar disfrazado.<br />
El triunfo <strong>del</strong> Emperador y de su partido parecía definitivo, cuando se desató una terrible epidemia entre sus soldados,<br />
quienes murieron por millares. Las ciudades de Lombardía aprovecharon la ocasión para rebelarse. Los restos <strong>del</strong>