justo-l-gonzalez-historia-del-cristianismo-tomo-1
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También en el Imperio hizo valer Bonifacio su autoridad cuando el inepto emperador Adolfo de Nassau fue depuesto<br />
por un grupo de nobles, quienes eligieron en su lugar a Alberto de Austria. Poco después, cerca de Worms, los dos rivales<br />
se enfrentaron en el campo de batalla, y Adolfo de Nassau fue muerto. Bonifacio consideró todo esto un doble crimen<br />
de rebelión y regicidio, y se negó a ratificar la elección de Alberto, o a coronarlo emperador. Durante los primeros años<br />
<strong>del</strong> pontificado de Bonifacio, Alberto pudo hacer poco contra él, y se vio obligado a tratar de reconciliarse con un enemigo<br />
al parecer poderosísimo. Pero Bonifacio se mostraba inflexible en lo que decía ser la causa de la justicia.<br />
Empero la principal preocupación política <strong>del</strong> nuevo papa fue la reconciliación entre Francia e Inglaterra. Sus esfuerzos<br />
en ese sentido se vieron al principio coronados con su más alto triunfo; mas a la postre fueron la causa de su caída.<br />
Cuando Bonifacio fue electo en 1294 (mucho antes de la guerra de los Cien Años que hemos narrado en el capítulo<br />
anterior), Francia e Inglaterra estaban a punto de declararse la guerra. Mediante un subterfugio, el rey de Francia, Felipe<br />
IV el Hermoso, se había apoderado de la Guyena, propiedad hereditaria de Eduardo I de Inglaterra. En respuesta, ste<br />
último, que en sus posesiones francesas era vasallo de Felipe, se declaró en rebeldía, y apoyó económicamente a Adolfo<br />
de Nassau y al conde de Flandes, enemigos de Felipe. Por su parte, el rey de Francia le prestó ayuda a la resistencia<br />
que los escoceses le oponían a Eduardo.<br />
En tales circunstancias, Bonifacio envió sus legados a la corte de Inglaterra, con el fin de obligar a Eduardo a establecer<br />
negociaciones con Felipe. Cuando Eduardo puso reparos, el Papa sencillamente les ordenó a ambos soberanos<br />
que observaran un armisticio, primero de un año, y luego de tres. A Adolfo de Nassau, que todavía reinaba y era aliado<br />
de Eduardo, Bonifacio le envió órdenes semejantes. Pero tanto Eduardo como Felipe continuaron sus preparativos bélicos,<br />
sin prestarle gran atención al mandato papal. En vista <strong>del</strong> poco caso que los monarcas le hacían, Bonifacio decidió<br />
obstaculizar sus empresas. Tanto Eduardo como Felipe tenían necesidad de amplios fondos para cubrir los gastos de<br />
sus campañas militares, y para comprar el apoyo de sus aliados. En ambos reinos existía la ficción de que las propiedades<br />
eclesisticas estaban exentas de impuestos. Pero tanto en Inglaterra como en Francia la corona había descubierto<br />
modos de burlar esa norma, por lo general exigiendo contribuciones “voluntarias” <strong>del</strong> clero. Tales contribuciones se hacían<br />
mucho más necesarias ante la amenaza de guerra. Pero al mismo tiempo le resultaban odiosas al clero, que se veía<br />
despojado de uno de sus más preciados privilegios. Luego, en un intento de proteger las propiedades de la iglesia, ganarse<br />
la simpatía <strong>del</strong> clero, y obstaculizar la política bélica de Eduardo y Felipe, Bonifacio promulgó en 1296 la bula Clericis<br />
laicos, que citamos a continuación:<br />
Los tiempos antiguos muestran que los laicos siempre han sido enemigos <strong>del</strong> clero; y la experiencia de los tiempos presentes<br />
lo confirma, pues los laicos, insatisfechos con sus limitaciones, pretenden alcanzar lo que les está prohibido y se<br />
dedican abiertamente a buscar ganancias que les son ilícitas.[Vol. 1, Page 478]<br />
No admiten prudentemente que les es negado todo dominio sobre el clero, así como sobre toda persona eclesiástica<br />
y sus propiedades, sino que les imponen cargas onerosas a los prelados, a las iglesias, y a las personas eclesiásticas . .<br />
.<br />
Y, nos duele decirlo, ciertos prelados y personas eclesiásticas, [...] temiendo más a la soberanía temporal que a la<br />
eclesiástica, [...] admiten tales abusos. [...] Por lo tanto, para detener esas prácticas inicuas [...] declaramos que cualesquiera<br />
prelados o personas eclesiásticas [...] paguen o prometan pagar [...] y cualesquiera emperadores, reyes, príncipes<br />
[...] o persona alguna, no importa su rango [...] impongan, requieran o reciban tales pagos [...] se encuentran automáticamente,<br />
por su propia acción, bajo sentencia de excomunión .<br />
La respuesta de los reyes no se hizo esperar. Eduardo declaró que, puesto que el clero estaba exento de toda contribución<br />
al estado, quedaba fuera de toda protección de la ley, y los tribunales de justicia les estaban vedados. Acto<br />
seguido ordenó que a los clérigos les fueran arrebatados sus mejores caballos, y que no se admitieran sus protestas<br />
ante los tribunales. Naturalmente, esto no era más que una primera indicación de la difícil situación en que el clero se<br />
encontraba, y resultaba claro que, de no obtener los fondos necesarios, Eduardo tomaría medidas más extremas. Pronto<br />
casi todo el clero, con la notable excepción <strong>del</strong> Arzobispo de Canterbury, decidió otorgarle al Rey la cantidad requerida,<br />
acudiendo al subterfugio de no dársela directamente, sino colocarla en un fondo que quedaba a disposición de la corona<br />
“en caso de emergencia”, y estipulando que era el Rey quien tenía autoridad para determinar cuándo una situación cualquiera<br />
presentaba tal emergencia.<br />
La respuesta de Felipe fue más directa y extrema. Un edicto real prohibió toda exportación de moneda, metales preciosos,<br />
caballos, armas o cualquier otro objeto de valor, sin la autorización expresa <strong>del</strong> Rey. Otro prohibió que se utilizaran<br />
los bancos e instrumentos de crédito para exportar riqueza alguna. La intención clara de estos dos edictos era privar<br />
al Papa de todo ingreso procedente de Francia. Pero el Rey se aseguró de dictar medidas al parecer generales, que<br />
colocaban en sus propias manos la decisión con respecto a toda exportación, y que por tanto podían ser aplicadas o no,<br />
según la conveniencia <strong>del</strong> momento. En esto se dejaba llevar por dos de sus principales consejeros, que se contaban<br />
entre los más distinguidos juristas de la época, Pedro Flotte y Guillermo de Nogaret. El resultado fue una larga y compli-