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260<br />

se le hicieron, dos de ellos por parte de las autoridades florentinas y el tercero por los legados <strong>del</strong> Papa. Este al principio<br />

había querido que los florentinos le entregaran al prisionero, para disponer de él a su modo. Pero los florentinos se negaron<br />

a hacerlo, no por salvar a su profeta, sino por temor a los secretos que éste pudiera revelarle a Alejandro VI. Por fin<br />

el Papa accedió a enviar sus legados para que juzgaran el caso en la misma Florencia, aunque antes de partir les ordenó<br />

que lo condenaran.<br />

En los tres juicios, Savonarola fue torturado sin misericordia. Los legados <strong>del</strong> Papa no lograron que confesara más<br />

que el haber tenido la intención de apelar a un concilio universal. Por fin, sin obtener la confesión deseada, lo condenaron<br />

por “hereje y cismático”, aunque nunca declararon en qué consistía su herejía. Poco antes habían sido condenados,<br />

en semejantes circunstancias, dos de sus más allegados colaboradores.<br />

Según se acostumbraba, la iglesia no castigaba a los herejes sino que los entregaba al “brazo secular”. Por tanto, el<br />

nuevo consejo de Florencia fue convocado para dictar sentencia, y se dictaminó, como se esperaba, que los tres reos<br />

fuesen muertos.<br />

La única misericordia que se tuvo con ellos fue ordenar que se les ahorcara antes de quemarlos.<br />

Así sucedió al día siguiente. Los tres murieron con serenidad ejemplar. Después sus cenizas fueron echadas al río<br />

Arno, para evitar que los seguidores <strong>del</strong> fraile las recogieran como reliquias. Pero a pesar de ello por varias generaciones<br />

hubo en Florencia y en otras partes de Italia quienes guardaron reliquias <strong>del</strong> santo fraile. Cuando, años más tarde, Roma<br />

fue saqueada por tropas alemanas, hubo quien vio en ese hecho el cumplimiento de las profecías de Savonarola acerca<br />

<strong>del</strong> castigo que Dios preparaba para la corrompida ciudad.<br />

Repetidamente, y aún en el siglo XX, se ha hablado entre católicos de declarar santo a aquel fraile dominico que murió<br />

mártir de las ambiciones de un papa. Quizá nunca llegue la iglesia a dar ese paso. Pero todos los <strong>historia</strong>dores concuerdan<br />

en que, en aquel combate desigual, la justicia estaba de parte <strong>del</strong> fraile.<br />

[Vol. 1, Page 555] El fin <strong>del</strong> Imperio<br />

Bizantino 55<br />

Los turcos temen sobre todas las cosas nuestra unión con los cristianos occidentales<br />

[...] Por lo tanto, cuando quieras inspirarles terror, hazles saber que vas<br />

a reunir un concilio para llegar a un entendimiento con los latinos. Piensa siempre<br />

en tal concilio, pero cuídate de reunirlo.<br />

Manuel II Paleólogo, a su hijo<br />

Los siglos XIV y XV fueron tiempos aciagos para lo que quedaba <strong>del</strong> Imperio Bizantino. Como hemos dicho, en el 1204<br />

los cruzados se adueñaron de la ciudad de Constantinopla, y establecieron en ella un emperador y un patriarca latinos.<br />

En el 1261 los griegos pudieron apoderarse de nuevo de su capital, y terminó así el Imperio Latino de Constantinopla.<br />

Pero el mal estaba hecho. El viejo Imperio Bizantino nunca recobró su gloria perdida, y tuvo que contentarse con sostenerse<br />

en una existencia precaria entre los occidentales por una parte y los turcos por otra.<br />

En tales condiciones, la cuestión de las relaciones entre la iglesia griega y la latina dominó el escenario religioso de<br />

Constantinopla. El recelo <strong>del</strong> pueblo hacia los latinos se había agudizado cuando éstos últimos utilizaron la Cuarta Cruzada<br />

para tomar a Constantinopla, y después le impusieron sus costumbres, sus doctrinas y su jerarquía eclesiástica.<br />

Los jefes bizantinos, tanto en el estado como en la iglesia, participaban de los mismos recelos. Pero veían la necesidad<br />

de llegar a un entendimiento con el <strong>cristianismo</strong> occidental, a fin de poder resistir los embates de los turcos. Por ello,<br />

cuando alguien proponía la unión con Roma, se trataba siempre <strong>del</strong> emperador, el patriarca, o algún otro jerarca civil o<br />

eclesiástico. Y por las mismas razones todas esas propuestas se estrellaron contra la firme voluntad <strong>del</strong> pueblo, los monjes<br />

y el clero bajo, para quienes los latinos eran herejes y cismáticos con quienes no se debía tener contacto alguno.<br />

La situación política se complicaba porque, a raíz de la conquista latina de Constantinopla, se habían fundado varios<br />

estados que se separaron de la vieja [Vol. 1, Page 556] capital. En Nicea y Trebizonda hubo imperios griegos rivales <strong>del</strong><br />

latino de Constantinopla. En el Epiro, en Moesia y en otras regiones <strong>del</strong> Egeo, otros estados menores trataron de continuar<br />

la herencia bizantina. Cuando Constantinopla volvió a quedar en poder de los griegos, algunos de estos estados se<br />

sometieron a ella. Pero muchos otros continuaron teniendo una existencia independiente, o una relación con la capital<br />

más teórica que real. En consecuencia, los emperadores bizantinos eran señores efectivos de poco más que Constantinopla<br />

y sus alrededores. Poco a poco, los turcos iban estrechando el cerco, y no parecía haber defensa alguna contra<br />

ellos.

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