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justo-l-gonzalez-historia-del-cristianismo-tomo-1

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quizá más astutos, se valieron de artimañas y <strong>del</strong> poder <strong>del</strong> oro para obtener certificados falsos sin haber sacrificado<br />

nada. Otros, en fin, permanecieron firmes, y se dispusieron a afrontar las torturas más crueles que sus verdugos pudieran<br />

imponerles.<br />

Puesto que el propósito de Decio era obligar a las gentes a sacrificar, fueron relativamente pocos los que murieron<br />

durante esta persecución. Lo que se hacía era más bien detener a los cristianos y, mediante una combinación de promesas,<br />

amenazas y torturas, hacer todo lo posible para obligarles a abjurar de su fe. Fue bajo tales circunstancias que Orígenes<br />

sufrió las torturas que hemos mencionado en el capítulo anterior, y que a la postre causaron su muerte. Y el caso<br />

de Orígenes se repitió centenares de veces en todas partes <strong>del</strong> Imperio. Ya no se trataba de una [Vol. 1, Page 108]<br />

persecución esporádica y local, sino más bien sistemática y universal, como lo muestra el hecho de que se han conservado<br />

certificados comprobando sacrificios ofrecidos en los lugares más recónditos <strong>del</strong> Imperio.<br />

Todo esto dio origen a una nueva dignidad en la iglesia, la de los “confesores”. Hasta entonces, quienes eran llevados<br />

ante los tribunales y permanecían firmes en su fe terminaban su vida en el martirio. Los que sacrificaban ante los<br />

dioses eran apóstatas. Pero ahora, con la nueva situación creada por el edicto de Decio, apareció un grupo de aquellos<br />

que permanecían firmes en la fe, pero cuya firmeza no llevaba a la corona <strong>del</strong> martirio. A estas personas que habían<br />

confesado la fe en medio de las torturas se les dio el titulo de “confesores”.<br />

La persecución de Decio no duró mucho. En el año 251 Galo sucedió a Decio, y la persecución disminuyó. Seis años<br />

más tarde, bajo Valeriano, antiguo compañero de Decio, hubo una nueva persecución. Pero cuando en el año 260 los<br />

persas hicieron prisionero a Valeriano, la iglesia gozó de nuevo de una paz que duró mas de cuarenta años.<br />

A pesar de su breve duración, la persecución de Decio fue una dura prueba para la iglesia. Esto se debió, no sólo al<br />

hecho mismo de la persecución, sino también a las nuevas cuestiones a que los cristianos tuvieron que enfrentarse después<br />

de la persecución.<br />

En una palabra, el problema que la iglesia confrontó era la cuestión de qué hacer con los “caídos”, con los que de un<br />

modo u otro habían sucumbido ante los embates de la persecución. El problema se agravaba por varias razones. Una de<br />

ellas era que no todos habían caído de igual modo o en igual grado. Difícilmente podría equipararse el caso de quienes<br />

habían corrido a sacrificar ante los dioses tan pronto como habían oído acerca <strong>del</strong> edicto imperial con el de los que se<br />

habían valido de diversos medios para procurarse certificados, pero nunca habían sacrificado. Había otros que, tras un<br />

momento de debilidad en el cual se habían rendido ante las amenazas de las autoridades, querían volver a unirse a la<br />

iglesia mientras duraba todavía la persecución, sabiendo que ello probablemente les costaría la libertad y quizá la vida.<br />

Dado el gran prestigio de los confesores, algunos pensaban que eran ellos quienes tenían la autoridad necesaria para<br />

restaurar a los caídos a la comunión de la iglesia. Algunos confesores, particularmente en el norte de Africa, reclamaron<br />

esa autoridad, y comenzaron a desempeñarla. A esto se oponían muchos de los obispos, para quienes era necesario<br />

que el proceso de restauración de los caídos se hiciera con orden y uniformidad, y quienes por tanto insistían en que<br />

sólo la jerarquía de la iglesia tenía autoridad para regular esa restauración. Por último, había quienes pensaban que toda<br />

la iglesia estaba cayendo en una laxitud excesiva, y que se debía tratar a los caídos con mucho mayor rigor.<br />

La cuestión de los caídos: Cipriano y Novaciano<br />

En el debate que surgió en torno de esta cuestión, dos personajes se distinguen por encima de los demás: Cipriano<br />

de Cartago y Novaciano de Roma.<br />

Cipriano se había convertido cuando tenía unos cuarenta años de edad, y poco tiempo después había sido electo<br />

obispo de Cartago. Su teólogo favorito era Tertuliano, a quien llamaba “el maestro”. Al igual que Tertuliano, Cipriano era<br />

[Vol. 1, Page 109] ducho en retórica, y sabía exponer sus argumentos de forma aplastante. Sus escritos, muchos de los<br />

cuales se conservan hasta el día de hoy, son preciosas joyas de la literatura cristiana <strong>del</strong> siglo tercero.<br />

Cipriano había sido hecho obispo muy poco tiempo antes de estallar la persecución, y cuando ésta llegó a Cartago,<br />

Cipriano pensó que su deber era huir a un lugar seguro, con algunos otros dirigentes de la iglesia, y desde allí seguir<br />

pastoreando a su grey mediante una correspondencia nutrida. Como era de suponerse, muchos vieron en esta decisión<br />

un acto de cobardía. El clero de Roma, por ejemplo, que acababa de perder a su obispo en la persecución, le escribió<br />

pidiéndole cuentas de su actitud. Cipriano insistió en que su exilio era la decisión más sabia para el bien de su grey, y<br />

que era por esa razón que había decidido huir, y no por cobardía. De hecho, su valor y convicción quedaron probados<br />

pocos años más tarde, cuando Cipriano ofreció su vida como mártir. Pero por lo pronto su propia autoridad quedaba<br />

puesta en duda, pues los confesores, que habían sufrido por su fe, parecían tener más autoridad que él.[Vol. 1, Page<br />

110]<br />

Algunos de los confesores deseaban que los caídos que querían volver a la iglesia fueran admitidos inmediatamente,<br />

sólo a base de su arrepentimiento. Pronto varios presbíteros que habían tenido otros conflictos con Cipriano se unieron a<br />

los confesores, y se produjo un cisma que dividió a la iglesia de Cartago y de toda la región circundante.

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