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justo-l-gonzalez-historia-del-cristianismo-tomo-1

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27<br />

para sellar su testimonio con su sangre, y cualquier gestión que los romanos puedan hacer le resultaría un impedimento.<br />

Por esa razón el anciano obispo les escribe a sus hermanos de Roma: Temo vuestra bondad, que puede hacerme daño.<br />

Pues vosotros podéis hacer con facilidad lo que proyectáis; pero si vosotros no prestáis atención a lo que os pido me<br />

será muy difícil a mí alcanzar a Dios (Romanos 1:2). El propósito de Ignacio es, según él mismo dice, ser imitador de la<br />

pasión de su Dios, es decir, de Jesucristo.<br />

Ahora que se enfrenta al sacrificio supremo es que empieza a ser discípulo, y por tanto lo único que quiere que los<br />

romanos pidan para él es, no la libertad, sino fuerza para enfrentarse a toda prueba “para que no sólo me llame cristiano,<br />

sino que también me comporte como tal”. “Mi amor está crucificado [...] No me gusta ya la comida corruptible, [...] sino<br />

que quiero el pan de Dios, que es la carne de Jesucristo [...] y su sangre quiero beber, que es bebida imperecedera”.<br />

Porque “cuando yo sufra, seré libre en Jesucristo, y con él resucitaré en libertad”. “Soy trigo de Dios, y los dientes de las<br />

fieras han de molerme, para que pueda ser ofrecido como limpio pan de Cristo”. Y la razón por la que Ignacio está dispuesto<br />

a enfrentarse a la muerte es que a través de ella llegará a ser un testimonio vivo de Jesucristo: Si nada decís<br />

acerca de mí, yo vendré a ser palabra de Dios. Pero si os dejáis convencer por el amor que tenéis hacia mi carne, volveré<br />

a ser simple voz humana (Romanos 2:1).<br />

Así veía su muerte aquel atleta <strong>del</strong> Señor, que marchaba gozoso hacia las fauces de los leones.<br />

Poco tiempo después, el obispo Policarpo de Esmirna escribía a los filipenses pidiendo noticias acerca de la suerte<br />

de Ignacio. No sabemos a ciencia cierta qué le respondieron sus hermanos de Filipos, aunque todo parece indicar que<br />

Ignacio murió como esperaba, poco después de su llegada a Roma.<br />

[Vol. 1, Page 60] El martirio de Policarpo<br />

Si bien es poco o nada lo que sabemos acerca <strong>del</strong> testimonio final de Ignacio, sí tenemos amplios detalles acerca <strong>del</strong><br />

de su amigo Policarpo, cuando le llegó su hora casi medio siglo más tarde. Corría el año 155, y todavía estaba vigente la<br />

misma política que Trajano le había señalado a su gobernador Plinio. A los cristianos no se les buscaba; pero si alguien<br />

les <strong>del</strong>ataba y se negaban entonces a servir a los dioses, era necesario castigarles. Policarpo era todavía obispo de Esmirna<br />

cuando un grupo de cristianos fue acusado y condenado por los tribunales. Según nos cuenta quien dice haber<br />

sido testigo de los hechos, se les aplicaron los más dolorosos castigos, y ninguno de ellos se quejó de su suerte, pues<br />

“descansando en la gracia de Cristo tenían en menos los dolores <strong>del</strong> mundo”. Por fin le tocó al anciano Germánico presentarse<br />

ante el tribunal, y cuando se le dijo que tuviera misericordia de su edad y abandonara la fe cristiana, Germánico<br />

respondió diciendo que no quería seguir viviendo en un mundo en el que se cometían las injusticias que se estaban cometiendo<br />

ante sus ojos, y uniendo la palabra al hecho incitó a las fieras para que le devorasen más rápidamente.[Vol. 1,<br />

Page 61]<br />

El valor y el desprecio de Germánico enardecieron a la multitud, que empezó a gritar: “¡Que mueran los ateos!” —es<br />

decir, los que se niegan a creer en nuestros dioses— y “¡Que traigan a Policarpo!” Cuando Policarpo supo que se le<br />

buscaba, y ante la insistencia de los miembros de su iglesia, salió de la ciudad y se refugió en una finca en las cercanías.<br />

A los pocos días, cuando los que le buscaban estaban a punto de dar con él, huyó a otra finca. Pero cuando supo que<br />

uno de los que habían quedado detrás, al ser torturado, había dicho dónde Policarpo se había escondido, el anciano<br />

obispo decidió dejar de huir y aguardar a los que le perseguían.<br />

Cuando le llevaron ante el procónsul, éste trató de persuadirle, diciéndole que pensara en su avanzada edad y que<br />

adorara al emperador. Cuando Policarpo se negó a hacerlo, el juez le pidió que gritara: “¡Abajo los ateos!” Al sugerirle<br />

esto, el juez se refería naturalmente a los cristianos, que eran tenidos por ateos.<br />

Pero Policarpo, señalando hacia la muchedumbre de paganos, dijo: “Sí. ¡Abajo los ateos!”[Vol. 1, Page 62]<br />

De nuevo el juez insistió, diciéndole que si juraba por el emperador y maldecía a Cristo quedaría libre. Empero Policarpo<br />

respondió: —Llevo ochenta y seis años sirviéndole, y ningún mal me ha hecho. ¿Cómo he de maldecir a mi rey,<br />

que me salvó?<br />

Así siguió el diálogo. Cuando el juez le pidió que convenciera a la multitud, Policarpo le respondió que si él quería<br />

trataría de persuadirle a él, pero que no consideraba a esa turba apasionada digna de escuchar su defensa. Cuando por<br />

fin el juez le amenazó, primero con las fieras, y después con ser quemado vivo, Policarpo le contestó que el fuego que el<br />

juez podía encender sólo duraría un momento, y luego se apagaría, mientras que el castigo eterno nunca se apagaría.<br />

Ante la firmeza <strong>del</strong> anciano, el juez ordenó que Policarpo fuera quemado vivo, y todo el populacho salió a buscar ramas<br />

para preparar la hoguera.<br />

Atado ya en medio de la hoguera, y cuando estaban a punto de encender el fuego, Policarpo elevó la mirada al cielo<br />

y oró en voz alta:<br />

Señor Dios soberano [...] te doy gracias, porque me has tenido por digno de este momento, para que, junto a tus mártires,<br />

yo pueda tener parte en el cáliz de Cristo. [...] Por ello [...] te bendigo y te glorifico. [...] Amén.

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