justo-l-gonzalez-historia-del-cristianismo-tomo-1
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la base de observaciones astronómicas. Además, buena parte de su propaganda consistía en ridiculizar las doctrinas de<br />
la iglesia, y particularmente las Escrituras, cuyo materialismo y lenguaje primitivo eran objeto de crítica y de burla.<br />
Todo esto parecía responder a las dudas de Agustín, que se centraban en dos puntos. El primero de ellos era que<br />
las Escrituras cristianas eran, desde el punto de vista de la retórica, una serie de escritos poco elegantes y hasta bárbaros,<br />
en los que se hacía caso omiso de muchas de las reglas <strong>del</strong> buen decir, y en las que aparecía toda una serie de<br />
crudos episodios acerca de violencias, violaciones, engaños, etc. El segundo era la cuestión <strong>del</strong> origen <strong>del</strong> mal. Mónica<br />
le había enseñado que había [Vol. 1, Page 223] un solo Dios. Pero Agustín miraba en derredor suyo, y dentro de sí<br />
mismo, y se preguntaba de dónde venía todo el mal que había en el mundo. Si Dios era la suprema bondad, no podía<br />
haber creado el mal. Y si Dios había creado todas las cosas, no podía ser tan bueno y sabio como Mónica y la iglesia<br />
pretendían. En ambos puntos, el maniqueísmo parecía ofrecerle la respuesta. Las Escrituras —particularmente el Antiguo<br />
Testamento— no eran de hecho palabra <strong>del</strong> principio de la luz eterna. El mal tampoco era producto de ese principio,<br />
sino de su contrario, el principio de las tinieblas.<br />
Por todas estas razones Agustín se hizo maniqueo. Pero siempre le quedaban dudas, y por ello permaneció por<br />
nueve años como mero “oyente” <strong>del</strong> maniqueísmo, sin tratar de pasar al rango de los “perfectos”. Cuando, en las reuniones<br />
de los maniqueos, expresaba sus dudas, se le decía que se trataba de cuestiones muy profundas, y que el gran<br />
sabio maniqueo, un tal Fausto, le respondería. Cuando por fin llegó la tan ansiada visita, Fausto resultó ser un fatuo cuya<br />
ciencia no era mayor que la de los otros maestros <strong>del</strong> maniqueísmo. Desilusionado, Agustín decidió llevar su búsqueda<br />
de la verdad por otros rumbos. Además, sus estudiantes cartagineses no se comportaban tan bien como él lo hubiera<br />
deseado, y por tanto decidió probar fortuna en Roma. Pero los estudiantes romanos, aunque se conducían mejor, no le<br />
pagaban, y por esa razón se trasladó a Milán, donde estaba vacante una posición como maestro de retórica.<br />
En Milán, Agustín se hizo neoplatónico. El neoplatonicismo era una doctrina muy popular en esa época. Puesto que<br />
no podemos describir aquí toda esa filosofía, baste decir que el neoplatonicismo era tanto una doctrina como una disciplina.<br />
Se trataba de llegar a conocer el Uno inefable, <strong>del</strong> cual provenían todas las cosas, mediante una combinación de<br />
estudio y contemplación mística, cuyo resultado final era el éxtasis. En contraste con el maniqueísmo, el neoplatonicismo<br />
creía que había un solo principio, <strong>del</strong> cual provenía toda realidad, mediante una serie de emanaciones —como los círculos<br />
concéntricos que se producen en una piscina al caer una piedra—. Las realidades que se aproximan más a ese Uno<br />
son superiores, y las que más se alejan de él son inferiores. El mal no proviene entonces de un principio distinto <strong>del</strong> Uno<br />
inefable, sino que consiste en apartarse de ese Uno, y dirigir la mirada y la intención hacia la multiplicidad infinita <strong>del</strong><br />
mundo material. Todo esto servía de respuesta a una de las viejas interrogantes de Agustín, es decir, la cuestión <strong>del</strong><br />
origen <strong>del</strong> mal. Desde esta perspectiva, era posible afirmar que un solo ser, de infinita bondad, era la fuente de toda la<br />
creación, sin negar el mal que hay en ella. Además, el neoplatonicismo le ayudó a Agustín a concebir a Dios y el alma en<br />
términos menos materialistas que los que había aprendido de los maniqueos.<br />
Quedaba todavía la otra duda. ¿Cómo podían las Escrituras, con su lenguaje rudo y sus <strong>historia</strong>s de violencias y rapiñas,<br />
ser Palabra de Dios? Fue aquí que apareció en escena Ambrosio de Milán. Como maestro de retórica, Agustín fue<br />
a escuchar la predicación <strong>del</strong> famoso obispo. Su propósito no era oír lo que Ambrosio decía, sino cómo lo decía. Si Ambrosio<br />
tenía tanta fama de buen orador, esto tenía que deberse a su uso de la retórica. Por tanto, por motivos puramente<br />
profesionales, Agustín fue a la iglesia repetidamente, a oír la predicación de Ambrosio.<br />
Empero, según le oía, iba prestándole menos atención al modo en que el obispo organizaba sus sermones, y más a<br />
lo que decía en ellos. Ambrosio utilizaba el método alegórico en la interpretación de muchos de los pasajes en los que<br />
Agustín había encontrado dificultades.[Vol. 1, Page 224]<br />
Puesto que ese método era perfectamente aceptable en la ciencia retórica de la época, Agustín no podía ofrecer objeción<br />
alguna. Pero lo que Ambrosio estaba haciendo, aun sin saberlo, era mostrarle al maestro de retórica la riqueza y el<br />
valor de las Escrituras.<br />
A partir de entonces, las dificultades intelectuales quedaron vencidas. Pero había otras. Agustín no iba a hacerse<br />
cristiano a medias. Si decidía aceptar la fe de su madre, lo haría de todo corazón, y le dedicaría la vida entera. Debido al<br />
ejemplo monástico, así como a su propia formación neoplatónica, Agustín estaba convencido de que, de hacerse cristiano,<br />
debería renunciar a su carrera como maestro de retórica, a todas sus ambiciones, y a todo goce de los placeres sensuales.<br />
Este último punto era la dificultad principal que todavía le detenía. Según él mismo nos cuenta, su oración constante<br />
era: “Dame castidad y continencia. Pero no demasiado pronto”. Fue entonces que se recrudeció en él la batalla<br />
entre el querer y el no querer. Estaba decidido a hacerse cristiano. Pero todavía no. Sabía que ya no podía interponer<br />
dificultades de orden intelectual, y por tanto su lucha consigo mismo era tanto más intensa. Además, por todas partes le<br />
llegaban noticias de otras personas que habían hecho lo que él no se atrevía a hacer, y sentía envidia. Una de ellas era<br />
el famoso filósofo Mario Victorino, quien había traducido al latín las obras de los neoplatónicos que Agustín tanto apreciaba,<br />
y que un buen día se presentó en la iglesia de Roma para hacer profesión pública de su fe cristiana. Poco des-