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nunca te bajes en niebla<br />
–Pues lo conoces para mal.<br />
–¡No me jodas, pendejo!<br />
–¡No me jodas, reputa!<br />
Las luces se encienden. El empleado que cargaba la maleta de Buñuel<br />
cruza junto a mí. “No se preocupen, señores, la oscuridad regresa pronto<br />
para que duerman felices”, informa sin detenerse, “estamos llegando a<br />
Praga”. ¿Praga! ¿Una estación llamada Praga? La lluvia castiga sin piedad<br />
los cristales cuando el tren se detiene. Las dos puertas del vagón se abren<br />
y varios hombres y mujeres suben de prisa y empapados. No pueden evitar<br />
atropellarse. Buscan sus puestos. Repiten en voz alta el número que les toca.<br />
Alguien pronuncia el número 239. Es un hombre. Me invade un pequeño<br />
nerviosismo. Mi compañero se asoma al hueco que ocupará junto a mí y me<br />
saluda con discreción. No pasa de los 35, pero tiene un porte antiguo, como<br />
el de los actores del cine mudo, y una piel escandalosamente pálida. “Con su<br />
permiso, señorita”, dice el hombre amablemente antes de sentarse y poner<br />
su maletín sobre las piernas. Después saca un pañuelo y se dedica a secarse.<br />
“Esta lluvia es para frío”, asegura y guarda el pañuelo, sin que su afán por<br />
secarse finalmente se cumpla. “En París debe hacer frío… ¿Usted no se baja<br />
en París?” Es tiempo de decirle que sigo hasta Niebla, pero no lo hago. “Mi<br />
destino no es París”, le informo secamente. Hace un gesto afirmativo y se<br />
hunde en el asiento. Cinco minutos más tarde el empleado pasa revisando<br />
los boletines y nos mira como a una pareja de prófugos. “Siempre me ha gustado<br />
Praga, pero ahora es un lugar peligroso, ¡demasiado peligroso!”, dice mi<br />
compañero mientras observa alejarse al empleado. No sé qué está sucediendo<br />
en Praga. O quizás no quiero saberlo.<br />
Afuera ya no queda ciudad. Ahora reina la lluvia sobre un campo infinito<br />
de vegetación salvaje. Debería estar en guardia. Pero he vivido una jornada interminable<br />
y estoy agotada. Nada agota tanto como aprender una larga lección<br />
de miedo. Cuando se apague la luz intentaré dormir, aunque me corra de una<br />
pesadilla a otra. El tren es una flecha de acero que embiste los campos. La lluvia<br />
es interminable. Mi compañero de viaje cierra los ojos. La luz se apaga…<br />
–¡Por favor, señores, que alguien encienda la luz! –gritan desesperadamente<br />
en la penumbra de la librería El Pensamiento–. ¡Enciendan la luz!<br />
¿Nadie está oyendo? ¡Enciendan la luz!<br />
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