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Tres prosas<br />
Óscar González Saint<br />
la avenida<br />
Era verano. De madrugada sintió las patadas en el vientre. Escuchó el ruido<br />
de los camiones, a esas horas ya en la avenida. Estaba en el octavo mes de<br />
embarazo. Junto a ella se removió la niña. Amaneció una hora después. Se<br />
quedaron despiertas en la cama, jugando. Se levantaron tarde, desayunaron.<br />
Luego la niña subió a tender la cama, a juntar la ropa sucia. La casa era oscura,<br />
fresca. Por las ventanas entraba una luz blanca. Afuera el cielo era gris.<br />
El calor constante. Barrió la cocina, prendió el calentador. Oyó a la niña<br />
meterse a bañar. Luego trapeó el piso. Les cambió el agua a los canarios y<br />
regó las plantas. Arriba la niña veía la televisión. Amelia, gritó. Luego de un<br />
momento bajó la niña. Traía el cabello alborotado, suelto. Vaya a darle de comer<br />
al perro, le dijo. La niña obedeció. La vio subirse en un taburete para alcanzar<br />
la bolsa del alimento. Flaquita, pensó contenta. Escuchó las croquetas<br />
caer al plato y los gemidos de alegría del perro. Le dolía la espalda. Se sentó<br />
a descansar en la banca del patio. El cielo nublado no dejaba saber la hora.<br />
Había que preparar la comida. Había que seguir pintando la habitación y<br />
mover la cuna. Se pasó la mano por el vientre. Subía la humedad. Al rato la<br />
niña le dijo que iba al parque a pasear al perro. Adormilada por el trino de<br />
los canarios, le dijo que no se quitara los zapatos. Los helechos y los bejucos<br />
se movían con el viento, el calor no disminuía. A la niña le gustaba correr<br />
descalza por el parque: salía y regresaba con los pies negros de tierra, con<br />
la cara roja y el cabello alborotado. Entraba a la casa y escondía la sonrisa<br />
cuando la regañaba. No era un regaño con muchas ganas, más bien otro jue<br />
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