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Henry McCarty<br />
Antonio Moreno Montero<br />
al tío Hugo Corzo, por el recuerdo de la última<br />
cabalgata que llevó a cabo con mi padre<br />
El hambre y la falta de agua empezaron a minar el físico del jinete, mientras<br />
su caballo ruano daba muestras de seguir al trote sin la necesidad de las espuelas.<br />
Si la fatiga podía doblegar el cuerpo, los poemas del profeta le fortalecían<br />
el espíritu. Extrajo de la alforja el libro Songs of innocence, de William<br />
Blake, forrado en piel de carnero, un poco abarquillado y en el frontis, hecho<br />
a cuchillo tal vez, con mucha precisión, había trazado la figura de un ángel<br />
impúdico. El libro había pertenecido a su padre, era el único patrimonio,<br />
obviando el apellido y el coraje, heredado de él. Leía el libro todos los días,<br />
poemas al azar, para no olvidarse que la voluntad humana es el principio y<br />
final de la libertad, la que permite que el hombre, desde su primer sol hasta<br />
el último, luche para no perder la inocencia. Era una escena que habría seducido<br />
a Sam Peckinpah, o a Sergio Leone, por el tenue barniz civilizatorio<br />
que sugiere, preñada de paradojas, la imagen de un jinete armado hasta los<br />
dientes que lee montado en una bestia sin riendas, aparentemente perdidos<br />
entre chamizos, breñales y árboles achaparrados siguiendo el camino hacia<br />
la muerte, bajo la luz de un sol implacable. Leyó en voz alta “The little boy<br />
found” (The little boy lost in the lonely fen, / Led by the wand’ring light, /<br />
Began to cry; but God, ever nigh, / Appear’d like his father in white.); y recordó<br />
sus días caminando de la mano de su padre por las calles bulliciosas<br />
del barrio irlandés de Nueva York.<br />
Henry McCarty era su nombre de pila, pero también respondía por Henry<br />
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