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manifiesta es entrar en una casa que ostenta<br />
una gran chapa de bronce. Puede<br />
hallarse allí un gran amor, pero puede<br />
haber también muchas tazas de té. Y yo<br />
sé lo que es esto” –en esa chapa puede<br />
leerse Doctor Swindenborg, físico dietético.<br />
Si bien en varios de los relatos anteriores<br />
existen el horror y la tragedia,<br />
creo que estas características están mucho<br />
más latentes en el segundo grupo<br />
de cuentos, el de los enmarcados por<br />
un entorno silvestre. Y no es porque el<br />
autor haya descorrido el velo que apartó<br />
nuestra mirada del asesinato de “La<br />
gallina degollada”, por mencionar uno,<br />
al hacer más explícitas sus descripciones,<br />
sino porque las muertes en este conjunto<br />
se vuelven pequeñas, insignificantes<br />
si se las compara con la extensión<br />
del paisaje.<br />
Así, tenemos un entorno hilvanado a<br />
fuerza de marañas verdinegras que, además,<br />
se convierte en testigo silencioso de<br />
la vida de sus habitantes, rodeándolos<br />
con indiferencia mientras un hombre, a<br />
causa de un accidente, agoniza con lentitud,<br />
el machete clavado en el vientre.<br />
Este mismo paisaje amortajará a un segundo<br />
hombre, el de “A la deriva”, quien<br />
recibe una mordedura de víbora y antes<br />
de cesar de respirar, como nos dice Quiroga<br />
con sencillez, se liga el tobillo, va<br />
con su mujer, Dorotea, le pide caña, bebida<br />
que le sabe a agua, observa la hinchazón<br />
de su pierna, siente cómo los<br />
relámpagos de dolor se alargan hasta<br />
la ingle, para luego abordar su canoa<br />
e ir en busca de su compadre, Alves.<br />
Más tarde, solo de nuevo sobre el Paraná,<br />
“que corre allí en el fondo de una<br />
inmensa hoya, cuyas paredes, altas de<br />
cien metros, encajonan fúnebremente<br />
el río”, lo invadirán un bienestar y una<br />
“somnolencia llena de recuerdos”; es<br />
decir, la esperanza de recuperarse, vana<br />
sin embargo, tanto como alucinada es la<br />
alegría del padre que abraza al espejismo<br />
de su hijo –muerto desde las diez de<br />
la mañana– al caminar de vuelta a casa<br />
en el cuento de 1928.<br />
Ninguno de estos personajes posee<br />
un nombre. Se llaman el hijo, el padre,<br />
el hombre. Son diminutos y representan<br />
a cualquiera, pues a cualquiera puede<br />
tragárselo la selva sin dejar ni migajas,<br />
como si nunca hubiera nacido. Aunque<br />
no todo se desvanece; en ocasiones puede<br />
quedar el bagazo.<br />
Como tal podemos considerar a algunos<br />
de los personajes de “Los destiladores<br />
de naranja” y “Los desterrados”,<br />
cuento éste que da título al volumen que<br />
los reúne, publicado por primera vez en<br />
1926. Horacio Quiroga los llama ex hombres,<br />
ex sabios; pero antes fueron el<br />
químico Rivet, el doctor Else. Ambos<br />
aparecen en más de un texto, dándole<br />
a “Los desterrados” una unidad mayor a<br />
la de otros libros, y la selva los devora<br />
a través del alcohol, dejándolos, luego<br />
de haber dotado de una organización a<br />
laboratorios y hospitales “que en veinte<br />
años no hubieran conseguido otros tantos<br />
profesionales”, reducidos a un guiñapo que<br />
viste bombachas de soldado paraguayo y<br />
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