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Posteriormente escritos)

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mujeres miran las estrellas” o “Relato<br />

de la muy sensible desgracia acaecida<br />

en la persona del joven Z”. Su disertación<br />

alcanza, incluso, la pulcritud estilística<br />

(dotada de esa irascibilidad del<br />

lenguaje) que Palacios experimentó en<br />

dos novelas: Débora y La vida del ahorcado.<br />

Ambas son obras de lo imposible,<br />

ditirambos que dan vuelta sobre sí mismos<br />

al tratar de desentrañar el sentido<br />

literal de lo que se escribe. Se trata, al<br />

igual que en Profesores, de colocar la<br />

prosa en una plancha para cadáveres,<br />

a fin de realizar una necropsia: visualizamos<br />

lo absurdo, lo extremo e inconmensurable<br />

del lenguaje.<br />

A todo esto, la lógica siempre reclama<br />

asideros. De ahí que el libro no se<br />

resuma a una reflexión inconexa, sino<br />

que también busque elucubrar un sentido<br />

crítico del aspecto magisterial. Profesores<br />

es, en parte, la trama medular<br />

de los relatos que abordan el aspecto<br />

académico, visto también desde las obsesiones<br />

de los académicos, portavoces<br />

de esa entelequia lingüística, ofuscados<br />

tejedores del sentido de una frase, un<br />

axioma, un pensamiento: Jota Ce, A, el<br />

Contador, personajes homogéneos en<br />

ese sentido de que se cuentan “desde el<br />

otro”, igual de irreales que las misivas<br />

que envían, que las presencias inasibles<br />

que los rodean, se trate de personas<br />

o mascotas como en el caso de Rufino:<br />

“Podría decirte, escribiría el viejo, escribe<br />

A, que Dora tiene unas manos muy<br />

grandes y carnosas, lo cual noté inicialmente<br />

porque Dora me ayuda en muchas<br />

de mis actividades cotidianas. Aquí seguiría<br />

varias líneas que describieran<br />

algunos rasgos físicos de Dora, pero quien<br />

escribiera esto, escribe A, tendría que seleccionar<br />

términos imprecisos, palabras<br />

que pudieran caer en uno u otro lado,<br />

como creo que es quizá, escribe A, la<br />

palabra ‘carnosas’. A piensa en otras posibles<br />

opciones de as que podría echar<br />

mano quien finalmente escribiera la historia.”<br />

“Parte” es, en la misma línea, un discurso<br />

sosegado que vincula a un hombre<br />

con una joven, la segunda como plataforma<br />

de lo narrable, como aspiración de<br />

lo que debe (y puede) contarse, situación<br />

que se elucubra como cualquier<br />

otro misterio: partiendo de hechos supuestos,<br />

de conjeturas, de otros misterios,<br />

de partes y nunca totalidades. Sara<br />

acude a casa del Contador, donde debe<br />

alimentar a una mascota, Rufino, un animal<br />

del que nada se nos describe. Esta<br />

presencia puede ser cualquier cosa,<br />

igual un gato que un ente desconocido<br />

como en “El mico” de Francisco Tario.<br />

La obligación de alimentarlo es pasaje<br />

a divagaciones, igual de inasibles que<br />

en el resto de las historias: la superposición<br />

de posibilidades, de historias<br />

narrables, de vínculos entre lo que es y<br />

debió ser. “La cosa es simple: tomar las<br />

llaves, ir al departamento, abrir y entrar,<br />

prender las luces, abrir la alacena<br />

encima del fregadero y sacar la bolsa<br />

de alimento. Sara ya no conocerá el interior<br />

de la alacena, entre otras cosas<br />

porque el Contador, antes de irse, deci­<br />

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