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miguel terry valdespino<br />

112<br />

No me haga leerle todo de nuevo. Ésta es la novena vez que lo hago. No sea<br />

testaruda. Una simple firma y sus problemas se acaban.<br />

El policía me extiende un bolígrafo, lo tomo y estampo una firma temblorosa<br />

sobre una raya al final del papel.<br />

–Es usted una mujer muy valiente –dice mientras dobla mi declaración,<br />

la guarda en una gaveta y la cierra con llave–. A partir de este momento,<br />

tendremos que mirarla con mejores ojos.<br />

Siento pasos a mi espalda. Me vuelvo. Desde el umbral de la puerta<br />

me observan el basquetbolista y el tipo rechoncho, que trae en sus manos<br />

mi equipaje. El policía les ordena entrar y les imparte una orden definitiva:<br />

–El tren sale para Niebla dentro de cuarenta y dos minutos. En ese viaje<br />

se irá Teresa. Atiendan a la escritora como se merece. Hagan lo imposible porque<br />

se sienta una reina. Café, cigarros, filete, cerveza, jugo… Lo que pida.<br />

No pido nada. El basquetbolista, el tipo rechoncho y yo nos encaminamos<br />

a un parqueo. La noche está deliciosamente húmeda y respiro a mis<br />

anchas. La gozo a plenitud. Subimos a un auto que conduce el rechoncho sin<br />

pronunciar ni un monosílabo. Mientras viajamos rumbo a la estación, mantengo<br />

los ojos fijos en el parabrisas. Siento que la ciudad viene hacia mí, en<br />

un gesto semejante al del amigo que corre a abrazarnos. Es, seguramente, un<br />

gesto de cordialidad engañoso. Al bajar del automóvil, pregunto la hora. El<br />

basquetbolista responde mientras cruzamos la entrada de la Estación Central:<br />

“11 y 28… siéntese ahí, póngase cómoda, voy a traerle un café.” Ignoro<br />

su orden. Me acerco a un estanquillo de prensa cerrado y veo las doce páginas<br />

de un periódico desplegadas detrás de las paredes de vidrio. Un titular<br />

me detiene en seco. laureada escritora impartirá conferencias en parís. Mi<br />

rostro de 70 años, seguro y retador, mira hacia la cámara. Sigo en el sueño. No<br />

he salido de sus redes. Temo leer lo que está escrito debajo del titular y por<br />

eso continuo leyendo a distancia, evitando que las palabras puedan saltar<br />

hacia mí y penetrar por mis ojos como sables afilados. Soy una gran poetisa.<br />

La prensa de mi país lo jura.<br />

–Su café, señora Miralles –dice a mis espaldas el basquetbolista y me<br />

entrega un vaso desechable mediado de café–. Aquí lo hacen muy bien.<br />

Demoro en beberlo, quizás porque el calor que atraviesa el vaso me<br />

reporta la única sensación agradable que he sentido en largo tiempo.

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