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tapete una terrible posibilidad. El jirafoide<br />
casi siempre empieza así, con las<br />
amenazas tremendas que penden sobre<br />
mí y luego se explaya sobre sus logros.<br />
Estos logros desde ya me benefician y<br />
no obstante me molestan en alguna medida<br />
porque son triunfos del jirafoide. En<br />
general, tengo poca tolerancia frente a<br />
los triunfos de los demás pero los del<br />
jirafoide me son más antipáticos todavía.<br />
Me transmite buenas noticias y yo<br />
me siento casi herido, al menos me disgusto<br />
en ese momento, cuando lo escucho<br />
hablar. Cuando se calla, la buena<br />
noticia empieza a filtrar sus bálsamos<br />
bienhechores. Cuando salgo de la oficina<br />
del abogado la buena noticia verdaderamente<br />
me invade y se escinde casi<br />
por completo del jirafoide; la atribuyo<br />
a mi proverbial buena suerte, a la buena<br />
suerte inherente a un piquito de oro.<br />
Es mi triunfo el que atraviesa al jirafoide como una flecha a la niebla. El predestinado.<br />
No podía ser de otra manera porque mis papacitos empollaron el<br />
huevo empavesados en una fe horrible. Empollaban y mantenían sus cogotes<br />
tan enhiestos que parecían astas de banderas. El pico hacia el cielo como<br />
verdaderos fascistas, de esos que ya no se encuentran. Soldados del huevo,<br />
del futuro de sus genes. Soldados del destino. Y el destino fue creciendo<br />
conmigo con cada división y cada diversificación de la cigota. El destino fue<br />
tomando mis formas hasta que se confundió completamente con mi cuerpo,<br />
hasta que fuimos uno solo. Por esto es que soy desde ese ayer y para siempre<br />
el predestinado. Y cuando el abogado habla de sus logros no puedo sino<br />
enojarme. Son exaltaciones del ánimo completamente piquitenses que no<br />
podrían comprender del todo los que carecen de destino. Al hablar el abogado<br />
aparece su acción y al callarse aparece mi fortuna. Cuando él habla<br />
piquito<br />
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