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henry mccarty<br />
como un espectro por los senderos que interconectan el inmenso desierto. La<br />
escena horripilante provenía de aquel impacto que tuvo hace dos años en Paso<br />
del Norte. Una mujer desnuda corría por la calle principal del pueblo, envuelta<br />
en llamas. La gente horrorizada, sin saber qué hacer, la veía como un<br />
espectáculo circense. Indignado por la algarabía, Otero sacó el revólver y le<br />
pegó un tiro en la cabeza para detener el sufrimiento. Tiempo después empezó<br />
a rumorarse que una mujer en llamas, justo a la medianoche, aparecía a mitad<br />
de la calle y caminaba rumbo al río, entre alaridos.<br />
Arracadas giró en redondo para ver de frente a McCarty y decir para todos:<br />
–Había poca concurrencia esa noche en la cantina de La paloma, en<br />
Chihuahua. La gente empezaba a tranquilizarse, después del asesinato de un<br />
hombre que estaba sentado frente a la barra tomándose un par de güisquis.<br />
El asesino no le dio oportunidad ni para defenderse. Menos mal que el difunto<br />
supo quién lo mató. Tuvo que verlo cuando se le acercó para dispararle<br />
a menos de cinco metros: su rostro quedó allí dibujado en el enorme espejo,<br />
pegado al fondo de la barra. La causa había sido por un lío de amores con<br />
mujer casada. Y tú estabas allí –se dirigió sólo a McCarty–, porque Higinio<br />
Otero te había convencido para que visitaras la ciudad donde él había nacido,<br />
conocieras las cantinas y casas de juego. Tú sí viste quién mató a ese<br />
hombre, pero no se lo dijiste a nadie. Déjame decirte que Higinio Otero no<br />
era mi amigo sino mi hermano del alma.<br />
McCarty recordó el incidente donde el hijo de un terrateniente muy<br />
afamado de Chihuahua había perdido la vida. Hubo cuatro detonaciones que<br />
cimbraron las lámparas del techo, uno de los proyectiles le perforó la nuca.<br />
Cuando la gente se puso en pie al escuchar los disparos, McCarty pudo ver a<br />
un hombre de una alzada poco común que sobresalía de entre los demás. No<br />
olvidaba todavía sus botas de cabritilla y el fuerte puntapié que le propinó a<br />
un parroquiano que, al ver el cadáver del infortunado, quiso despojarlo de su<br />
precioso revólver. No pasó mucho tiempo para que llegara un mexicano blanco,<br />
de barba cerrada, vestido como de gala. Supuso que era el padre de la víctima,<br />
el hacendado. Se postró ante el cadáver de su hijo y lo abrazó, sin derramar<br />
lágrima. Arracadas continuó el relato, narrando detalles que le dieron un giro<br />
radical a su vida porque nunca había recibido tanto dinero en tan poco tiempo.<br />
El hacendado se incorporó y habló dirigiéndose a toda la concurrencia:<br />
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