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llamado Mi perra Tulip, del memorioso<br />
editor Ackerley, por referirme a los dos<br />
primeros ejemplos de literatura sobre<br />
animales que acuden a mi cabeza. No<br />
sé si lo haré; por ahora, he dado con el<br />
cuento de Ortiz Monasterio y me ha parecido<br />
que en su contenida y hermosa<br />
reflexión sobre el amor incondicional<br />
con que corresponden los animales al<br />
amor que les damos por nuestra parte,<br />
por cierto sin ningún miedo, está el<br />
sentido todo de la tentativa.<br />
Alguien podría reprochar que uno de<br />
los cuentos, el que se llama “Sima y sol”,<br />
tiene diferencias notorias que lo acaban<br />
apartando de los otros tres. Acaso tenga<br />
razón: por la fibra narrativa que está<br />
en los otros y que está ausente en este<br />
relato, que es más reflexivo y estático.<br />
Nada hay en los otros cuentos del encierro<br />
de que se habla en sus páginas, encierro<br />
que es el del personaje que narra,<br />
metido en una habitación de estudiante,<br />
lejos de su país y de su idioma, en<br />
un viaje hacia la introspección, y una<br />
suerte de oscuridad que contrasta con<br />
el contenido luminoso y abierto de los<br />
otros tres relatos. Pero, si lo pensamos<br />
mejor, no creo que haya tanta distancia<br />
entre ellos: bien veo que ese cuento es<br />
como una colmena ardua y concentrada<br />
en donde se ha fabricado, como en un<br />
encierro genésico, el hilo fino con que<br />
Ortiz Monasterio ha trazado las otras<br />
tres, delicadas, historias.<br />
Sin abusar del que voy a llamar, quizás<br />
de manera imprecisa, el método<br />
biográfico, diré que algunas de las virtudes<br />
que reconozco en la persona de<br />
Ignacio Ortiz Monasterio las veo trasladadas<br />
a sus cuentos. Me gustaría detenerme<br />
en algunas de ellas, pero me<br />
conformaré con una sola: el sentido del<br />
humor. Es el que aparece ya en las primeras<br />
páginas del libro, en el relato “¡Colisión!”<br />
que mencioné antes, cuando su<br />
autor describe el Datsun modelo 1982,<br />
hatchback, en el que viaja el narrador con<br />
dos compañeras de universidad cuando<br />
se produce el siniestro a que alude su<br />
título; es el mismo humor que matiza<br />
suavemente las últimas, en el cuento<br />
“Un colibrí en casa”, que me lleva a<br />
la imaginería austera, finamente irónica,<br />
de los cartones humorísticos de mi<br />
amigo Ros.<br />
Pero veamos un caso en concreto de<br />
ese humor. En por lo menos dos de los<br />
cuatro textos de Compás de cuatro tiempos<br />
ocurre una suerte de desplazamiento<br />
nominal, si puedo llamarlo así, de los<br />
personajes, que en el cuento de Anastasia<br />
está dado con claridad: uno sobreentiende,<br />
leyéndolo, quiénes son la<br />
Antonia y el Eduardo del relato, de apellidos<br />
Ortiz y Monasterio, y un Ignacio,<br />
que nos damos cuenta de que debe de<br />
ser el narrador, casi con toda seguridad<br />
el hijo de esa pareja, y que puede reconocerse<br />
desplazado a una discreta<br />
tercera persona…<br />
Me parece que esa virtud alcanza un<br />
desarrollo delicioso precisamente en el<br />
cuento que cierra el conjunto, “Un colibrí<br />
en casa”, donde Ortiz Monasterio,<br />
citando el recurso de la narrativa del siglo<br />
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