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henry mccarty<br />
McCarty divisó una columna de humo que se elevaba desde la planicie. Interrumpió<br />
la lectura e introdujo el libro de Blake en la alforja con una reverencia<br />
como si se tratara de un libro sagrado. Dedujo que podría ser un grupo de<br />
vaqueros carneando una res al lado de una fogata o de arrieros transportando<br />
baratijas. Los hombres habían decidido detener el paso de las bestias para<br />
comer y descansar.<br />
McCarty descartó que fueran abigeos, estaban a la vista; y no se habían<br />
alejado mucho del camino real que conducía a Albuquerque. El horizonte<br />
empezaba a pardear. Estaba cansado y tenía hambre. Había cabalgado diez<br />
horas ininterrumpidas.<br />
Calculó que llegaría hasta ellos en menos de una hora.<br />
De no haber sido por el ladrido de los perros, su llegada habría pasado<br />
inadvertida. Estaba preparado ante cualquier eventualidad. Ambas manos<br />
eran tan veloces como la víbora de cascabel. Vio a tres hombres que conversaban<br />
con animosidad frente a la fogata. A medida que avanzaba hacia ellos,<br />
con las riendas sueltas, saludó con la mano en alto y dijo unas palabras en<br />
inglés y otras en castellano. Dos de ellos estaban sentados sobre sus propias<br />
sillas de montar, acomodadas en el suelo; y el otro, de cuclillas; pero todos<br />
estaban amodorrados por el calor del fuego y el hambre que les perforaba<br />
el estómago. Parecían hombres de otra época asando largos pedazos de carne<br />
fresca, cruzada por varas. A un costado, apersogados de la carreta, tres<br />
caballos y un par de bueyes rumiaban un poco de pastura. Los hombres<br />
levantaron la vista al ver el jinete y le respondieron en castellano. El mayor<br />
de ellos era lampiño, liso como el vientre de un reptil, de ojos achinados, con<br />
un paliacate enroscado en el cuello. Le sugirió a McCarty que se apeara para<br />
que comiera y bebiera unos tragos de café. McCarty los juzgó como buenas<br />
personas, pese a que sabía de antemano que tanto ellos como él habían intercambiado<br />
identidades falsas al saludarse. Desensilló su caballo con tranquilidad,<br />
le quitó el freno, acto seguido le puso un cabestro, del cual ató una<br />
cuerda a la altura de los belfos y le dio larga para que el animal rebuscara la<br />
poca hierba que había entre unos cactos.<br />
–Qué bonito caballo –dijo Lampiño.<br />
Los demás coincidieron con un gruñido, emitido al unísono. McCarty se<br />
desocupó, pero su instinto le indicaba que estaba fuera de peligro, aunque no<br />
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