Lectura y familia.indd - Consejo Escolar de la Región de Murcia

Libertad hacia dentro
defi ciencias y carencias. De lo contrario no estaríamos aquí reunidos para hablar
sobre ellas. Son muchos los profesionales, infi nitamente más preparados
que yo, que han escrito y debatido sobre la necesidad de la lectura y que han
enumerado hasta la saciedad las múltiples ventajas que comporta. Yo, como
lector, como escritor y como padre de familia, no puedo hacer otra cosa que
hablar de mis sentimientos, mis experiencias y mis opiniones como lector, como
escritor y como padre de familia, y si con ello contribuyo con mi granito de
arena a que en este seminario se saquen conclusiones y nazcan alternativas que
permitan incentivar la lectura entre nuestros jóvenes, me sentiré ampliamente
recompensado y satisfecho.
Aprender a leer y a escribir tal vez sean las empresas más peliagudas a las
que se enfrenta el ser humano. La verdad es que nunca, absolutamente nunca
(por mucho que creamos lo contrario) dejamos de aprender a leer y a escribir.
De mi aprendizaje de la lectura guardo recuerdos muy intensos, de mucha
gravedad y enorme desconcierto. Aprender a escribir fue para mí más fácil,
tal vez por mi habilidad innata para el dibujo. Pero recuerdo muy claramente
la perplejidad, la difi cultad, la turbación y la impotencia iniciales, cuando
nada de lo que “leíamos” tenía un sentido o un signifi cado claro; descifrar el
alfabeto, identifi car los signos y aprender a pronunciarlos, a reconocerlos en
el escaso vocabulario del que disponíamos y que, como niños muy pequeños
que éramos, tan incorrectamente manejábamos; primero las vocales, después
las consonantes…, y aquel inmenso esfuerzo por aprender a pronunciarlas, a
juntarlas…, la m con la a, la c con la e…, ¡qué hazaña tan descomunal! Y, de
repente, un día, se produce la magia, se hace el milagro: “ma-ce-ta”. Y todo
empieza a cobrar sentido. Una sola frase equivalía a toda una novela: “Mi
mamá me ama”. Era como pasar de golpe de la Prehistoria al Renacimiento;
como atravesar de pronto un umbral secreto. Cualquier lectura nos provocaba
asombro y regocijo: los rótulos de las tiendas, los nombres de las calles, los
anuncios publicitarios... “¡Dios mío, sé leer!”, “¡El zagal sabe leer!”, “¡Abuelo,
mira cómo lee el chiquillo!”. Y mi abuelo me miraba sonriente y orgulloso, hasta
que un buen día comenzó a mandarme los domingos al quiosco a comprarle
los periódicos; luego me pedía que le leyera algunos titulares y, tras alabar la
soltura y la claridad de mi dicción, abría su monedero y me daba una de aquellas
grandes y oscuras monedas de dos cincuenta, que valían la mitad de un
duro, es decir, un céntimo y medio de ahora, que para mí era todo un dineral...
En fi n… Yo creo que realmente nacemos o comenzamos a reconocernos como
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