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<strong>El</strong> exorcista<br />
Cuarto día ‘¿Soy yo el que respon<strong>de</strong> las preguntas? “Sí”.<br />
¿Está Clelia ahí? “No”.<br />
Entonces, ¿quién es? “Nadie”.<br />
¿Clelia existe? “No”.<br />
Entonces, ¿con quién hablé ayer? “Con nadie”.’<br />
William Blatty<br />
Karras interrumpió la lectura.<br />
Movió la cabeza. No veía allí ninguna proeza paranormal: sólo las<br />
ilimitadas habilida<strong>de</strong>s <strong>de</strong> la mente.<br />
Buscó un cigarrillo, lo encendió y se sentó. ‘No soy nadie. Muchos.’<br />
Misterioso. ¿De dón<strong>de</strong> provendría, se preguntaba, aquel contenido?<br />
‘Con nadie.’<br />
¿Del mismo lugar <strong>de</strong>l que había venido Clelia? ¿Personalida<strong>de</strong>s<br />
emergentes?<br />
’Marin... Marin...’ ‘¡Ah, la sangre...!’ ‘Está enfermo...’<br />
Obsesionado, ojeó rápidamente el libro “Satán”, y, pensativo, pasó las<br />
primeras hojas hasta la inscripción inicial: ‘No permitas que el dragón sea mi<br />
guía...’<br />
Expelió el humo <strong>de</strong>l cigarrillo y cerró los ojos. Tosió. Sentía la garganta<br />
inflamada e irritada.<br />
Aplastó el cigarrillo; el humo le hizo lagrimear. Estaba exhausto.<br />
Sentía los huesos rígidos como tubos <strong>de</strong> acero. Se levantó para poner en<br />
la puerta, por fuera, el cartelito <strong>de</strong> ‘No moleste’; luego apagó la luz <strong>de</strong> la<br />
habitación, bajó las persianas, se quitó lentamente los zapatos y se<br />
<strong>de</strong>splomó sobre la cama. Fragmentos. Regan. Dennings. Kin<strong>de</strong>rman. ¿Qué<br />
podía hacer? Tenía que ayudar. ¿Cómo? ¿Son<strong>de</strong>ar al obispo con lo poco que<br />
sabía? Creía que no. Nunca podría argumentar el caso en forma convincente.<br />
‘!...Déjenos ser!’<br />
Déjame ser, respondió él al fragmento. Y se hundió en el sueño inmóvil,<br />
pesado.<br />
Lo <strong>de</strong>spertó el tintineo <strong>de</strong>l teléfono. Medio atontado, anduvo a tientas<br />
hasta dar con el interruptor. Encendió la luz. ¿Qué hora es? Las tres y unos<br />
minutos. Con gran esfuerzo, alargó la mano, tanteando, hasta coger el<br />
teléfono. Contestó. Era Sharon. ¿Podría ir en seguida a la casa? Iría. Al<br />
colgar el aparato se sintió atrapado, asfixiado, envuelto.<br />
Fue al baño y se lavó la cara con agua fría, se secó y caminó hacia la<br />
puerta. Ya en el umbral, se volvió a buscar un abrigo. Se lo puso y salió a la<br />
calle. <strong>El</strong> aire parecía ligero, suspendido, en la oscuridad. Unos gatos, cerca<br />
<strong>de</strong> un cubo <strong>de</strong> basura, huyeron asustados cuando él cruzó hacia la casa.<br />
Sharon lo recibió en la puerta. Tenía puesto un jersey y estaba envuelta en<br />
una manta. Veíase asustada, alterada.<br />
—Perdóneme, padre -le susurró al entrar-, pero he creído que tenía que<br />
ver esto.<br />
—¿De qué se trata?<br />
—Ahora lo verá. Por favor, no haga ruido. No quiero <strong>de</strong>spertar a Chris.<br />
<strong>El</strong>la no <strong>de</strong>be verlo.