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<strong>El</strong> exorcista<br />
William Blatty<br />
Un angustioso gemido se le escapó a Karras al inclinar su cabeza ante la<br />
hostia. Se golpeó el pecho. “Domine, non sum dignus”...<br />
Señor, no soy digno... pero una palabra tuya bastará para sanarme.<br />
Contra toda razón, contra todo conocimiento, rezó por que hubiera<br />
alguien que escuchara su plegaria.<br />
Creía que no.<br />
Después <strong>de</strong> la misa volvió al chalet y trató <strong>de</strong> dormir. Pero no pudo.<br />
Aquella misma mañana, un cura joven, al que no había visto nunca, se le<br />
acercó inesperadamente. Llamó a la puerta y se asomó al dormitorio.<br />
—¿Está ocupado? ¿Puedo verlo un momento?<br />
En sus ojos, la intranquilidad <strong>de</strong>l dolor; en su voz, la implorante súplica.<br />
Por un momento, Karras lo odió.<br />
—Entre -dijo, al fin, amablemente. Pero en su interior, se enfureció<br />
contra aquella parte <strong>de</strong> su ser que lo hacía in<strong>de</strong>fenso, que no podía dominar,<br />
que yacía, enroscada <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> él, como una soga, siempre lista a saltar sin<br />
que se lo pidieran ante la petición <strong>de</strong> alguien. No lo <strong>de</strong>jaba tranquilo. Ni<br />
siquiera durante las horas <strong>de</strong> <strong>de</strong>scanso. En el duermevela escuchaba a<br />
menudo un sonido, como una tenue y leve queja <strong>de</strong> una persona<br />
acongojada. Era casi inaudible a la distancia. Siempre la misma. Y durante<br />
varios minutos, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> <strong>de</strong>spertarse, lo atenazaba la ansiedad <strong>de</strong> un<br />
<strong>de</strong>ber no cumplido.<br />
<strong>El</strong> cura joven tartamu<strong>de</strong>ó, titubeó; parecía tímido. Karras lo trató con<br />
paciencia. Le ofreció cigarrillos y café. Luego se obligó a adoptar una<br />
expresión <strong>de</strong> interés mientras el singular visitante le exponía gradualmente<br />
un problema familiar: la terrible soledad <strong>de</strong> los sacerdotes. De todas las<br />
ansieda<strong>de</strong>s que Karras había encontrado últimamente, ésta se había<br />
convertido en la más absorbente.<br />
Karras, mientras oía hablar a su visitante, sintió cómo la angustia <strong>de</strong><br />
éste se transfería lentamente a él. Lo <strong>de</strong>jó hablar. Sabía que volvería a<br />
buscarlo una y otra vez, que encontraría un consuelo para su soledad, que<br />
haría <strong>de</strong> Karras un amigo.<br />
<strong>El</strong> psiquíatra, abrumado, sintióse arrastrado hacia su pena íntima. Echó<br />
una mirada a una placa que alguien le había regalado la Navidad anterior.<br />
Leyó: Me duele mi hermano. Comparto su dolor.<br />
Encuentro a Dios en él. Un encuentro fallido. Se echó la culpa a sí<br />
mismo. Había seguido mentalmente la ‘vía dolorosa’ recorrida por sus<br />
hermanos en Cristo, pero nunca había transitado por ella, o, al menos, eso<br />
creía. Pensaba que el dolor que sentía era el propio.<br />
Finalmente, el visitante miró su reloj. Era la hora <strong>de</strong>l almuerzo en el<br />
comedor <strong>de</strong>l “campus”. Se levantó dispuesto a irse. Se <strong>de</strong>tuvo para echarle<br />
una mirada a una novela <strong>de</strong> moda que estaba sobre el <strong>de</strong>spacho <strong>de</strong> Karras.<br />
—¿La ha leído? -le preguntó Karras.<br />
<strong>El</strong> otro negó con la cabeza.<br />
—No. ¿Debería leerla?<br />
—No sé. Yo hace poco la terminé y no estoy nada seguro <strong>de</strong> haberla<br />
entendido -mintió Karras. Tomó el libro y se lo alargó-. ¿Quiere leerlo? Me<br />
encantaría tener la opinión <strong>de</strong> otra persona.