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El Exorcista de WILLIAM BLATTY

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<strong>El</strong> exorcista<br />

William Blatty<br />

Cuando llegó al pabellón en que se alojaban los visitantes, registró su<br />

nombre, “Damien Karras”, y se quedó mirando el papel. Faltaba algo.<br />

Cansado, se dio cuenta <strong>de</strong> que no había puesto “S. J.” y lo añadió.<br />

Le asignaron una habitación en el edificio ‘Weigel’, y al cabo <strong>de</strong> una hora<br />

pudo dormir.<br />

Al día siguiente asistió a una reunión <strong>de</strong> la Sociedad Americana <strong>de</strong><br />

Psiquiatría. Como principal conferenciante, expuso su tesis, titulada:<br />

“Aspectos psicológicos <strong>de</strong>l <strong>de</strong>sarrollo espiritual”. Al finalizar el día pudo tomar<br />

algo con otros psiquíatras, quienes pagaron.<br />

Los <strong>de</strong>jó pronto. Tenía que ver a su madre.<br />

Se fue caminando hasta el semi<strong>de</strong>rruido edificio <strong>de</strong> apartamentos <strong>de</strong> la<br />

calle Veintiuno Este, en Manhattan. Se <strong>de</strong>tuvo junto a la escalinata <strong>de</strong> acceso<br />

y contempló a los niños que había allí. Desaliñados. Mal vestidos. Sin casa.<br />

Se acordaba <strong>de</strong> <strong>de</strong>sahucios, <strong>de</strong> humillaciones, <strong>de</strong> haber vuelto a su casa<br />

con una novia <strong>de</strong> séptimo grado, para hallar a su madre revolviendo el cubo<br />

<strong>de</strong> la basura <strong>de</strong> la esquina, en espera <strong>de</strong> encontrar algo. Subió la escalera y<br />

abrió la puerta como si fuera una herida <strong>de</strong>licada. Olor a comida. A dulzaina<br />

podredumbre. Se acordaba <strong>de</strong> las visitas a mistress Choirelli en su pequeño<br />

apartamento con los dieciocho gatos. Se agarró a la barandilla y subió,<br />

vencido por un repentino cansancio, que se filtraba en su interior y que él<br />

sabía que provenía <strong>de</strong> un sentimiento <strong>de</strong> culpa.<br />

No tendría que haberla abandonado nunca. Sola.<br />

Lo recibió gozosa. Un grito.<br />

Un beso. Corrió a hacer café.<br />

Morena. Piernas regor<strong>de</strong>tas y torcidas. Él se sentó en la cocina y la oyó<br />

hablar; las pare<strong>de</strong>s sucias y el piso manchado se le calaban hasta los huesos.<br />

<strong>El</strong> apartamento era un cobertizo. Ayuda Social. Todos los meses, unos pocos<br />

dólares <strong>de</strong> un hermano.<br />

<strong>El</strong>la se sentó a la mesa. La señora <strong>de</strong> Fulano. <strong>El</strong> tío Mengano. Todavía<br />

con acento <strong>de</strong> inmigrantes. Él esquivaba aquellos ojos, que eran pozos <strong>de</strong><br />

tristeza, ojos que pasaban los días mirando por la ventana.<br />

No tendría que haberla <strong>de</strong>jado nunca.<br />

Después escribió unas cartas en su nombre, pues no sabía leer ni<br />

escribir en inglés. Más tar<strong>de</strong> reparó el sintonizador <strong>de</strong> una vieja radio <strong>de</strong><br />

plástico. Su mundo. Las noticias. <strong>El</strong> alcal<strong>de</strong> Lindsay.<br />

Fue al baño. Diarios amarillentos sobre las baldosas. Manchas <strong>de</strong><br />

herrumbre en la bañera y el lavabo. Un viejo corsé en el piso.<br />

Simientes <strong>de</strong> su vocación. Des<strong>de</strong> aquí, él había huido hacia el amor.<br />

Ahora el amor se había enfriado.<br />

Por la noche lo oía silbar atravesando los rincones <strong>de</strong> su corazón como<br />

un viento extraviado y lloroso.<br />

A las once menos cuarto se <strong>de</strong>spidió <strong>de</strong> ella con un beso. Prometió<br />

volver apenas pudiera. Dejó la radio sintonizada en el noticiario.<br />

Ya <strong>de</strong> regreso en su habitación, en el edificio ‘Weigel’, pensó escribir una<br />

carta al provincial jesuita <strong>de</strong> Maryland. Ya una vez había tocado el tema: una

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