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<strong>El</strong> exorcista<br />
William Blatty<br />
—En presencia <strong>de</strong>l enemigo.<br />
En el alma <strong>de</strong> Karras había una angustiosa <strong>de</strong>sesperación. “¡Duérmete!<br />
¡Duérmete!”, rugía su voluntad con frenesí.<br />
Pero Regan no se durmió.<br />
Ni por la madrugada.<br />
Ni al mediodía.<br />
Ni al anochecer.<br />
Ni el domingo, cuando el pulso alcanzó los ciento cuarenta latidos, y su<br />
vida pendía <strong>de</strong> un hilo.<br />
Los ataques se sucedían sin <strong>de</strong>scanso, mientras Karras y Merrin repetían<br />
una y otra vez el ritual, sin dormir, y Karras probaba febrilmente<br />
medicamentos. Trató <strong>de</strong> reducir los movimientos <strong>de</strong> Regan a un mínimo,<br />
atándola a la cama con una sábana y manteniendo a todos fuera <strong>de</strong> la<br />
estancia, para ver si la falta <strong>de</strong> solicitaciones acababa con las convulsiones.<br />
No lo consiguió. Y los gritos <strong>de</strong> Regan eran tan agotadores como sus<br />
movimientos. Sin embargo, se mantenía la tensión arterial. Pero, ¿por<br />
cuánto tiempo más?, se <strong>de</strong>cía Karras, angustiado. “¡Oh, Dios mío, no<br />
permitas que se muera!”, se repetía a sí mismo. “¡No <strong>de</strong>jes que se muera!<br />
¡Permite que se duerma! ¡Permite que se duerma!” En ningún momento tuvo<br />
la más mínima conciencia <strong>de</strong> que sus pensamientos eran oraciones: sólo se<br />
daba cuenta <strong>de</strong> que no eran atendidas.<br />
A las siete <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong> <strong>de</strong> aquel domingo, Karras estaba sentado junto a<br />
Merrin en la habitación, exhausto y <strong>de</strong>shecho por los ataques diabólicos: su<br />
falta <strong>de</strong> fe, su incompetencia. Y Regan. Su culpa. “No tendrías que haberle<br />
inyectado ‘Librium’“...<br />
Los sacerdotes acababan <strong>de</strong> terminar un ciclo <strong>de</strong>l ritual. Estaban<br />
<strong>de</strong>scansando mientras Regan entonaba el “Panis Angelicus”. Raramente<br />
salían <strong>de</strong> la habitación.<br />
Karras lo hizo sólo una vez para cambiarse <strong>de</strong> ropa y darse una ducha.<br />
Pero era más fácil permanecer <strong>de</strong>spierto en medio <strong>de</strong>l frío que <strong>de</strong>l hedor,<br />
hedor que <strong>de</strong>s<strong>de</strong> aquella mañana se había convertido en repugnante olor a<br />
carne podrida.<br />
Con los ojos enrojecidos y mirando febrilmente a Regan, Karras creyó<br />
percibir un ruido. Algo que crujía. De nuevo. Cuando pestañeaba. Entonces<br />
comprendió que el ruido provenía <strong>de</strong> sus propios párpados resecos. Volvióse<br />
en dirección a Merrin. Durante aquellas horas, el exorcista había hablado<br />
muy poco: <strong>de</strong> vez en cuando, algún recuerdo <strong>de</strong> su niñez, reminiscencias,<br />
pequeñas cosas, una historia acerca <strong>de</strong> un pato que tenía, llamado “Clancy”.<br />
Karras estaba muy preocupado por él. La falta <strong>de</strong> sueño. Los ataques <strong>de</strong>l<br />
<strong>de</strong>monio. A su edad. Merrin cerró los ojos y apoyó la barbilla en el pecho.<br />
Karras miró a Regan y luego, cansado, se acercó a la cama. Le tomó el pulso<br />
y se aprestó a medir la tensión arterial. Al envolverle el brazo en el brazal <strong>de</strong>l<br />
esfigmomanómetro, tuvo que pestañear repetidas veces, pues se le nublaba<br />
la vista.<br />
—Hoy es el Día <strong>de</strong> la Madre, Dimmy.