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El Exorcista de WILLIAM BLATTY

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<strong>El</strong> exorcista<br />

William Blatty<br />

—<strong>El</strong> mal contra el mal -susurró el encargado mientras se abanicaba<br />

lánguidamente con una revista científica francesa, cuya portada se veía<br />

manchada por una huella digital. Su amigo no se movió ni hizo ningún<br />

comentario.<br />

—¿Pasa algo?<br />

No hubo respuesta.<br />

—¡Padre!<br />

<strong>El</strong> hombre vestido <strong>de</strong> color caqui parecía seguir sin escuchar, absorto en<br />

el amuleto, el último <strong>de</strong> sus hallazgos. Al cabo <strong>de</strong> un momento lo <strong>de</strong>jó y<br />

dirigió hacia el árabe una mirada inquisitiva. ¿Había dicho algo?<br />

—Nada.<br />

Murmuraron frases <strong>de</strong> <strong>de</strong>spedida.<br />

Ya en la puerta, el encargado cogió la mano <strong>de</strong>l viejo con una inusitada<br />

firmeza.<br />

—Mi corazón tiene un <strong>de</strong>seo, padre: que no se vaya.<br />

Su amigo respondió suavemente en términos <strong>de</strong> té, <strong>de</strong> tiempo, <strong>de</strong> algo<br />

que <strong>de</strong>bía hacer.<br />

—¡No, no, no! Quiero <strong>de</strong>cir que no vuelva a su casa.<br />

<strong>El</strong> hombre vestido <strong>de</strong> color caqui clavó la vista en un pedacito <strong>de</strong><br />

garbanzo hervido que había en la comisura <strong>de</strong> la boca <strong>de</strong>l árabe; sin<br />

embargo, sus ojos estaban distantes.<br />

—Volver a casa -repitió.<br />

La palabra sonaba como a un adiós <strong>de</strong>finitivo.<br />

—A Estados Unidos -agregó el encargado árabe, y al instante se<br />

preguntó por qué lo habría dicho.<br />

<strong>El</strong> hombre vestido <strong>de</strong> color caqui penetró las tinieblas <strong>de</strong> la ansiedad <strong>de</strong>l<br />

otro. Siempre le había sido fácil apreciar a aquel hombre.<br />

—Adiós -murmuró. Luego se volvió rápidamente y se internó en la<br />

sombra <strong>de</strong> las calles para empren<strong>de</strong>r el regreso; recorrió un trayecto cuya<br />

extensión parecía algo in<strong>de</strong>finida.<br />

—¡Lo veré <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> un año! -le gritó el encargado <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la puerta. Pero<br />

el hombre vestido <strong>de</strong> color caqui no se volvió para mirar. <strong>El</strong> árabe observaba<br />

la silueta que se empequeñecía al atravesar una calle angosta, en la cual casi<br />

chocó con un carruaje que pasaba velozmente. En la cabina iba una<br />

corpulenta anciana árabe; su cara era sólo una sombra <strong>de</strong>trás <strong>de</strong>l velo <strong>de</strong><br />

encaje negro, con pliegues, que la cubría como una mortaja. Se imaginó que<br />

tenía prisa por llegar a alguna cita. Pronto perdió <strong>de</strong> vista al amigo que se<br />

iba.<br />

<strong>El</strong> hombre vestido <strong>de</strong> color caqui caminaba subyugado. Al <strong>de</strong>jar la<br />

ciudad, se abrió paso por los suburbios mientras cruzaba el Tigris. Al<br />

acercarse a las ruinas, disminuyó el ritmo <strong>de</strong> su andar, porque con cada paso<br />

el incipiente presentimiento tomaba una forma más consistente y horrible.<br />

Tendría que saber. Tendría que estar preparado.<br />

<strong>El</strong> tablón <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra que atravesaba el Koser -un arroyo fangoso crujió<br />

bajo su peso. Y por fin llegó allí; se paró sobre el montículo don<strong>de</strong> una vez<br />

brillara, con sus quince pórticos, Nínive, la temida guarida <strong>de</strong> las hordas<br />

asirias. Ahora la ciudad yacía hundida en el sangriento polvo <strong>de</strong> su

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