1 - DSpace CEU

esa de Jesús, de Francisco Javier y, del jornalero ma­
drileño, Isidro Labrador.
Luego Felipe III, á quien Dios no dió los bríos y los
talentos de sus ascendientes, pero cuyo corazón hinchió
de grande y robusta fe, ¿no era natural que fomentase las
fundaciones religiosas? ¿Podían dejar de hacerse en aquellas
circunstancias? Si cuidamos de un rosal como debe
ser cuidado, ¿podrá menos de dar rosas? Si llueve y
nieva mucho en las alturas, ¿no brotarán manantiales?
N o hubo persona en España que llenase tanto el corazón
cristiano de Felipe II, desde 1570 á 1582, como
la religiosa del Carmen, reformadora de su Orden, T e­
resa de Jesús.
Y no sólo oyó su hijo los auxilios que le prestó en la
citada Reforma, y los anhelos que tuvo por hablarla,
habiendo muerto sin conseguirlo, sino las mil maravi­
llas que en la corte sabían de ella y el respeto que en el
R eal alcázar habían engendrado los Gracianes, padre
é hijo, ministros de su p adre, y padre y hermano, respectivamente,
del carmelita Fray Jerónimo, director
de la conciencia y consejero de la madre Teresa durante
la larga, espinosa y amarguísima obra de la Reforma.
De esta mujer bendita y de sus inimitables
escritos hablaba todo el mundo, dentro y fuera de España;
y Roma, no sólo los había aprobado, sino reco­
mendado eficazmente á todos los cristianos. D e modo
que Felipe III, al oir hablar de Teresa de Jesús, había
de figurarse que eran ecos de la boca de su padre y de
la Santa avilesa, venidos del mismo cielo.
Fácil, pues, era que quisiera tener cerca de sí á los
frailes de San Pedro Alcántara, sabiendo lo que de su