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imposible nombrarlos; debemos fallar y fallamos que la
cátedra subsistirá deshaciendo la sociedad hasta que re­
trocedamos, por lo menos, á los días en que fué sepultado
en las Salesas el Rey D . Fernando VI, donde hay
quien presume que quiere tener su mausoleo el rey de
Lourizán, digo, el catedrático que fué de Leyes, don
Eugenio Montero Ríos.
Ha sido, pues, la cátedra intangible, hija de la opo­
sición, que se dió como remedio de los males de la recomendación,
una de las grandes calamidades del siglo
XIX, como lo seguirá siendo en el x x . Hace poco, y
con esto nos despedimos de la funesta medicina, hubo
de usarla, y la usó con éxito, un joven que tropezó con
el inconveniente de no estar bautizado. Com o el Estado
español, según la Constitución de 1876, que se hizo
para labrar la felicidad de España, es católico, apostólico,
romano (con tolerancia de cultos, por supuesto),
pues manda que los catedráticos tengan esa cualidad,
que la acreditan mediante certificación de haber hecho
tal profesión de fe en la pila bautismal. Y si el párroco
lo certiñca, como imprime carácter el Santo Sacramento,
se sigue siendo católico hasta que el neófito se
excrisme, y aunque tal haga, apostatando ó renegando
de la renuncia que hizo de Satanás, sus pompas y vani­
dades, cuando dijo : volo á la pregunta : ivis baptizaría
sigue en aptitud legal para disfrutar la cátedra. T al su­
cedió en el caso que referimos: el chico era hijo de un
cura apóstata que no lo quiso bautizar cuando nació;
creció él y tampoco quiso bautizarse, y rodando, ro­
dando como el globo, se paró á las puertas de una cátedra,
quiso entrar en ella, y... ¡ay!... ¡demonio de
Constitución 1, que exige que me bautice.