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tle Garnica á los virtuosos discípulos del hombre «hecho
de raíces de arboles®, que enamoraron á Felipe III
hasta traerlos para que su santidad perfumase el Alcázar
Real y sintiesen sus efectos los hijos de la villa, sino
el Asilo de la Reina Gobernadora y de Galdiano, adon­
de eran llevados más tarde los mendigos recogidos
en las calles de la Corte, y donde á la fecha de nuestra
dirección entraban y salían oficialmente los vecinos de
Madrid, que de alguna manera probaban su necesidad
de ser amparados.
La prueba á nuestro comienzo dependía de una recomendación
eficaz. Se ponía un volante mandando
recibir al pobre que daba su nombre y señas, y con
esto sólo entraba en el establecimiento. ¿Q ué había de
resultar de este sistema? L o que ahora vamos á decir,
rauy persuadidos de que se resistirá el lector á creerlo.
¿Cómo no ha de resistirse la creencia de que allí había
una porción de licenciados de presidio?
Allí vi á un viejo (alias) E l Aragonés, que había pasado
más de treinta años en los presidios de Africa;
decía él que no tenía por qué ocultarlo; que él era
hombre de honor y de verdad; que mejor es ir á presidio
que al cementerio; yo reñí siempre— decía— provocado,
y tuve la suerte de matar á los que intentaron
matarme. Ahora mis nietos me mojan la oreja y se burlan
de m í; y, como me queman la sangre y no puedo
con ellos, prefiero estar aquí que en casa de mi hija (i)^
( t) L a tenía, y no estaba m al: tenía una tienda y hnbier*
mantenido á su padre, á quien quería ; pero sus hijos con sus
bromas, que el viejo rechazaba, lo hacían imposible. Lo echamos
del Asilo, á pesar de su vejez, y alguna vez lo vimos en la
Plaza Mayor haciendo cestitos de paja, á estilo de presidiario.