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eta á tierras extrañas sin cetro y sin corona, aunque
n responsabilidad personal (i).
El genio del mal había cegado aquellos hombres
ara no ver á Lutero y á Jansenio cubiertos con los há-
itos de los prelados, con voto en el Consejo, y de los
tros treinta y tantos que aplaudieron la locura. ¡Qué
erraanos, qué hijos del atribulado Pontífice y qué apo-
os de la Santa Madre Iglesia!
Y en seguida se ofrecieron las consecuencias: de las
oscientas residencias que en veinticuatro horas queda-
on vacías, penderían quizás más de mil escuelas abier-
is, las cuales no sólo daban toda clase de enseñanzas
ratuítas, desde la primaria hasta las de gramática la­
na, humanidades y otros estudios superiores, sino que
on ellos, y en cada residencia, había variedad de fan-
laciones que daban carreras á pobres, dotes á donce-
as, limosnas de pan, abrigo y hospitalidad á los nece-
itados y enfermos.
Es claro que no sólo se enteraron del bárbaro suceso
os vecinos de las doscientas residencias destruidas, sino
que repercutió del uno al otro confm de la Península y
de sus dominios ultramarinos, y hubo de ser, tras de la
orpresa, pregunta indispensable la siguiente. ¿ Y el rey
hace eso? ¿El rey destierra sin probar primero el crimen
castigado? Pero, ¿qué hacían los jesuítas? ¿Pues
__ o los tenían todos por virtuosos? ¿Qué es esto? ¿Habrá
cambiado de repente la Compañía? Y como eran
tantos sus hijos de confesión, tantos los discípulos de
sus escuelas, tantos los que los habían admirado en las
í i) Este pensamiento se escribió gozando todavía Doña Isabel
II de buena salud; no es alabanza pòstuma.