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L o dicho: la Constitución sedujo á casi todos.
Com o nadie la estudió y sus padres la alabaron tanto,
todo lo invadió y de todos se apoderó.
E n tales circunstancias, cuando toda la gente que se
ocupa de la cosa pública, desde los ministros y los
diputados en Madrid hasta los maestros de escuela en
las aldeas; es decir, todos los parásitos del Estado, inclusos
los pocos que ganan el salario que cobran, están tocados
de la manía de los soñstas de Cádiz, sin bando que
los contradiga, sin maestro que les desengañe; y cansados
y sin alientos para más el clero y el pueblo, mas los
hombres de honradez y de juicio que, si pueden, no quieren
salir á toda hora rompiendo lanzas contra los que vi­
ven de la política y del compadrazgo; en tales momentos
sube al trono Fernando VII, que debía; i .”, conocer el
mal; 2.*, su remedio, y 3.®, cumplir con su deber de cabeza
de su pueblo. Y ni conocía el mal ni el remedio,
ni le importaba gran cosa si no llegaba á su persona ni
^su familia.
Hubo diputados, hubo políticos y hubo militares y
eclesiásticos que le aconsejaron bien; siguió su consejo
y dió su decreto de 4 de. Mayo de 1814 (i). Pero ese
( i) Nos referimos al de abolición del Código gaditano, pero
dió otro muy hermoso, por cierto, y muy honroso para Madrid,
coDcediéadole que añadiese á los títulos antiguos el de Herólca,
y á su Ayuntamiento el de Excelencia. Dice así: «E l Rey; A lcaldes
, Regidores, Ayuntamiento de mi Villa de Madrid.
Aunque en todos tiempos el pueblo de Madrid ha dado á los
Reyes mis predecesores decididas pruebas de amor y lealtad,
todavía las ha dado á mi persona en el día en que tuve el glorioso
placer de entrar en él la primera vez después de mi exaltación
al trono por la renuncia de mi augusto padre y señor, y las que
ha continuado dando durante la agresión de los enemigos, señaladamente
en el memorable Dos de Mayo, son tan relevantes y