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colocaron, primero, la urna de Santa María de la Cabeza;
después, y más alta, la de San Isidro, y sobre blanc
a nube, aün más arriba, la estatua de éste en actitud
de orar. Y, sin embargo, se descubre el hueco (i).
Ventura Rodríguez no debía sentir la santidad; testigo
es la estatua citada, que á no estar a llí, con la aija­
d a delante, ni aquello recordaría á San Isidro, ni nadie
sospecharía que estaba en oración. Y para que el contraste
agote todos los respetos, la estatua, la nube, la ai­
jad a y demás santitos del gremio de labradores que hay
en los huecos del presbiterio visten traje blanco mate,
que los aisla y hace como familia aparte de la que llena
todo el templo. ¿Por qué aquella pobreza artística?
¿Por qué este contraste de la ruindad borbónica intru­
sa, con la maguificencia espontánea de la Emperatriz
d e Romanos? Es el oro la nota saliente de la obra imperial
, que la devoción verdadera ha erigido á la me­
m oria de un Apóstol cuya grandeza representa el templo;
y es la escayola ó barniz blanco lo que traduce el
raquitismo del alma de los que vienen á profanarlo con
una religión fingida, después de haberlo explotado.
María, infanta de España y Emperatriz de Romanos,
merma su lista civil en obsequio de un Apóstol, hijo de
( l ) Cuando mejor se nota la violenta posición de la uraa de
San Isidro, es cuando hay que bajarla de allí. Recordamos muy
bien lo sucedido el aCo 18 951 sacarlo en rogativa por las
«allesde la villa. ¡Qué peligros, qué esfuerzos, qué diñcultades
para bajarlo! jCuántos cuidados para evitar desgracias, por el te-
morde que ocurrieran por su gran peso, la mala escalera de débiles
tablas, y la falta de espacio para los hombres que son nc-
'Cesarios. Y aún son mayores para volver á colocarla. En una J
otra operación se teme que alguno quede aplastado, ó que U
am a y los hombres bajen rodando.