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tos madrileños, cuyas estatuas embellecían el recinto;
las innumerables pinturas de tantos cuadros, detallando
su vida y de su Santa Mujer, y sobre todas, aquellas
cuatro acabadas de Ricci y Carreño, dos á dos, con los
cuatro milagros más asombrosos con que Dios lo favoreció;
y , por último, el preciosísimo templete ó (em-
empleando las mismas palabras del autor), «el cuerpo
de fábrica, de jaspes, en medio de la capilla del Señor
San Isidro, donde habían de poner el Santo ” , hecho
por Juan de Lobera, tan acabado, tan hermoso y tan
bien conservado, que recuerda á la madre que espera
con los brazos abiertos al hijo que el enemigo llevó
prisionero, pero que tiene fe inquebrantable de que
Dios se lo devolverá; todo esto d ice, como en el caso
anterior, que cesarán los castigos del cielo, que ha
traído sobre España la mala doctrina y peor ejemplo de
Carlos III, que aún priva, y cuando la verdad se estime
más que el error, y la virtud más que el vicio, San
Francisco Javier y San Isidro Labrador recibirán culto
en sus templos respectivos, y esta nación, libre del vili­
pendio actual, alcanzará de los pueblos civilizados la
estimación que hoy le niegan.