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Trigo_Felipe-Del Frio Al Fuego, Ellas A Bordo

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125<br />

-Señorito -nos interrumpe un mozo-, que vaya usted, de parte de la señorita Pura, que va a<br />

ensayar. Parto en cumplimiento de mis artísticos deberes. Esta Pura es torpe y sosa de<br />

verdad. Antes de alejarme, me dice Enrique:<br />

-Fíjese, luego, cuando suba la interfecta... si no están ahora de 16 y vuelven a perdérsele...<br />

¡Tiene puestas las horquillas con toda la gracia del mundo!<br />

Efectivamente, las tiene, muy requete peinada, aquí mirando el ensayo en un diván, entre<br />

Charo y las simples y borrosas y angélicas hijas del coronel. No estaba, pues, de 16. Los<br />

celos, de mi loco amigo son un poco injustos. Es ella ahora la que me pregunta por el<br />

húsar... En tanto, Sarita, cambiándome una rapidísima mirada, en que me da, con toda su<br />

pasión, todas las seguridades de su sagacidad increíble para esquivarla de las gentes, cesa<br />

de hacer un papel que está haciendo para que lo aprenda la andaluza, y viene a mí<br />

cándidamente, echándose atrás la negra melena lanosa con ambas manos, vuelta niña:<br />

-¡Usted, señor Serván! Yo dirigía en su ausencia.<br />

-¡Vaya! ¡si es usted una profesora! -reclama Pura bobamente.<br />

-¡Cuando no está el profesor! -replica la cubanita con una humildad llena de gracia, yendo a<br />

sentarse junto a Lucía.<br />

Tomo el libreto. Frente a la mesa tengo a Pura y el teniente.<br />

Prefiero apuntar, por darle siquiera a la detestable actriz el tono. En ademanes no hay que<br />

pensar. Sus brazos son cosa muerta. Quiere abanico, por tener algo entre las manos, y se lo<br />

dejaré, aunque la escena finge un frío con chimenea de mil diantre... Únicamente cuando se<br />

acerca al maridito, al tenientito, para hacerle mimos, cobra una sindéresis y una verdad<br />

extrañas...<br />

-¡Así! Así... ¡bravo!... ¿no ve usted? -la aplauden en uno de esos<br />

momentos.<br />

-¡Si no hay más que ser natural! ¡Como si fuera cierto que usted se muere por besarle!<br />

Esta observación de don Lacio hace sonreír a todos, incluso al tenientito, que abre los<br />

brazos replicando... «Bien, venga el beso... déjame estudiar»... Yo veo, sin embargo, detrás<br />

de ellos, una figura torva: el relojero... Ha subido, al concluir abajo la música, y está en<br />

otro diván del fondo, junto a la joven filipina.<br />

-«¡Pepito!»<br />

-«¡Qué!»

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