Trigo_Felipe-Del Frio Al Fuego, Ellas A Bordo
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las escorias encendidas, pequeños buques, bergantines; lanchotes de grandes velas que<br />
indican la proximidad del puerto.<br />
Efectivamente, entramos media hora más tarde en Aden.<br />
Vamos llegando en silencio. Vamos acortando en silencio la marcha, sin apenas curiosidad<br />
en nuestro ahogo. Tan sólo despiertan alguna, mezclada de recelo, los ejercicios de cañón<br />
de un fuerte inglés, que domina lo más alto de las broncíneas rocas. El blanco es una boya<br />
que está del lado opuesto a nuestra ruta. Los proyectiles le caen cerca, a cada disparo,<br />
levantando surtidores de agua. Piensan muchos que esperarán mientras cruzamos, y hay un<br />
momento de ansiedad al ver la nubecilla de humo en el fuerte, precisamente cuando<br />
pasamos su línea...: el proyectil cruza zumbando por encima de nosotros...<br />
Y nada más. Atrás, se queda el fuerte... sigue la cadena de rocas combándose en un<br />
anfiteatro que nos muestra la ciudad.<br />
Paramos -lejos, muy lejos, en la abierta rada. No reina entre el pasaje el gozo. -El calor y la<br />
advertencia que se nos ha hecho a todos de las piraterías de los árabes, nos hace mirar al<br />
puerto siniestramente. De noche resulta temerario volver al buque en las lanchas, y aun de<br />
día suelen los lancheros, a despecho de la vigilancia inglesa, pararse en la mitad exigiendo<br />
triple o cuádruple del alto precio convenido.<br />
Por lo demás, ni a tal riesgo creo que habría modo de visitar la población, tendida enfrente<br />
cuesta arriba por los áridos peñascos y debajo de otros fuertes. Han sonado las cadenas de<br />
las anclas y no se ve un barco hacia nosotros. Apenas un vaporcillo distante, contra la<br />
tétrica valla petrosa de bronce obscuro a cuyo pie llega el mar muertamente. Una<br />
decoración dantesca. Si hay algo en la tierra capaz de recordar un desolado infierno, es este<br />
paisaje. Barcazas monstruosas, con grandes velas negruzcas, que caen plegadas, se deslizan<br />
a remo al pie de la costa horrible como por un lago de fundido plomo.<br />
Diríase que el calor, que aún nos parece más grande en tales quietud y abandono, nos<br />
concentra en una rabia sensual que nos haría mordernos desesperadamente unos a otros.<br />
Pura, a pretexto de abanicarse, va ensanchándose con la otra mano el improvisado escote<br />
del matiné; y mucho será si el relojero no está viendo curvas vivas. Charo, en un momento<br />
que<br />
la encuentro por la otra cubierta mirando al agua, se queja de la soledad:<br />
-¡Ha visto usted, capitán!... ¡qué escala!