Trigo_Felipe-Del Frio Al Fuego, Ellas A Bordo
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¿quiénes iremos?...: ¡guerra a los pavos! ¡Suscripción!» -clamó al punto don Lacio. Y no<br />
pude menos de suscribirme.<br />
Consiste la pena de don Lacio, y lo dice ahora relamiéndose, en no comer pescados<br />
frescos... ¡en el mar! El puerto es vasto. Lo enfilan los anteojos. Se pierden en el crepúsculo<br />
sus muelles lineados de grandes, buques, de grandes navíos de vela, sin fin... Es<br />
indudablemente el más importante puerto comercial de la Malacea, acaso del extremo<br />
Oriente, el de esta ciudad que asoma tras las frondosas colinas, aquí saltadas por chalets,<br />
por pequeños reductos, por observatorios marinos... Fondeando en medio de las aguas<br />
verdes descubrimos un crucero español...<br />
-¡<strong>Al</strong>lí, allí, miren... la bandera nuestra! -dice Lucía.- El Don Juan de Austria.<br />
Y este nuestra ha saltado orgulloso en sus labios; y esta bandera roja y amarilla, tan lejos de<br />
la patria, crúzanos de una devoción de patriotismo casi santa... Don Lacio, <strong>Al</strong>berto y el<br />
comandante se descubren.<br />
Yo también -todos los hombres; saludan las señoras con los pañuelos, mientras se dan el<br />
bienhallados el Austria y el Reus, de largo, con gallardetes que izan y arrían en los<br />
mástiles... Conoce Lucía los buques, en su calidad de hija de almirante y cosmopolita<br />
gaditana que ha vivido en Francia y Nueva-York, amiga de los mares... Ha visto en mis<br />
ojos una lágrima y se enjuga otra al descuido... ¡Cómo se quiere a España, fuera de<br />
España!... Y fuese un miserable quien creyese que yo no abrazaría a Lucía, en este instante,<br />
como a una hermana predilecta... La efusión y la pureza del abrazo se han donado en<br />
nuestros ojos. Nos tapan el Austria otros buques. Minutos después, estamos atracando en<br />
un estrecho hueco que dejan en la muralla dos barcos de alto bordo.<br />
Vemos pronto la amenaza de los cerros de carbón, cargado aquí por chinos..., por chinos<br />
altos, macilentos, obedientes al látigo del capataz. A la derecha, en la explanada, entre la<br />
multitud, pasean inglesas; y de pronto, entre ellas, divisamos una bellísima dama cuya<br />
gracia inconfundible nos hace exclamar:<br />
-¡Española! En efecto, vémosla dirigirse a un bote del Austria, con el señor que la<br />
acompaña. -El cónsul, tal vez, y su mujer.<br />
Poco después, tres coches, cuyos cocheros nubios nos dicen a todos «papá», nos llevan a<br />
Singapoore, por anchas carreteras bordeadas de arbustos y que tienen a su izquierda los<br />
frondosos cerros de las villas, y a su derecha las dársenas y no sé qué otras invasiones