Trigo_Felipe-Del Frio Al Fuego, Ellas A Bordo
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Lucía y yo vamos a ver a la viuda a media tarde. Está en la cubierta de segunda, entre otras<br />
mujeres mareadas. <strong>Al</strong>berto, totalmente mareado también, confinado en su camarote, no ha<br />
podido seguir ayudándonos en la cuestación, que ya asciende a ciento trece pesos. Ha<br />
vuelto el mar a alborotarse horriblemente, más que nunca, y el cielo está surcado de anchas<br />
nubes densas, que el viento arrastra.<br />
Sostiénele a la joven el dolor, con harto feroz privilegio, el dominio de sí misma, entre las<br />
demás mareadas. Nos mira con la mezcla de conmovida gratitud que le ha dado el anhelo<br />
de un cariño y el recelo de<br />
ver un poco hollado su tormento por extrañas curiosidades. Nos sentamos, y pregúntanos<br />
por el capitán. Querría saber dónde tienen el cadáver... querría que la consintiesen verlo...<br />
-¿Le han vestido ya? -prosigue-. Le habrán puesto su ropa... Yo desearía que llevase un<br />
traje nuevo que tengo en el baúl. Díganle al señor capitán que nosotros traemos diez y ocho<br />
duros... que pueden pagar con ellos la caja...<br />
La tranquilizamos. Ignora totalmente los detalles de un entierro en el mar, y sostengo su<br />
ilusión con mentiras: «La caja la ponen a bordo por cuenta del buque; son de cinc y ya está<br />
soldada, a fin de que pueda esperar el desembarco en Aden; no podrá verla; la colocan<br />
desde luego en un cerrado camarín, junto a la capilla». -A seguida dícele Lucía que es a mí<br />
a quien debe agradecer el trabajo de la cuestación, y ella me contempla entre lágrimas,<br />
exclamando:<br />
-¡Ah, gracias!... ¡gracias!<br />
La emoción de estas palabras me compensa. Interrogada por Lucía, nos cuenta que es la<br />
mayor de nueve hermanos que abruman a sus padres, arrendatarios de una pequeña huerta<br />
en Murcia. Preferiría continuar a Filipinas y trabajar en la costura. La vuelta a su casa, a su<br />
campo, no haría más que aumentar la carga de familia hasta que encontrase otra vez<br />
ocasión de ejercer en la ciudad su oficio de modista. Pudo hacerse en poco tiempo clientela<br />
al lado de su marido, y ahora iban llenos de esperanza, porque les habían afirmado que en<br />
Manila escaseaban las modistas españolas.<br />
Llora desconsoladamente.<br />
Es la convicción de la forma de soledad más horrible; la que impone el destino en medio de<br />
la esperanza de queridos seres a cuyo amor ha de llevarse el aumento de fatigas y de<br />
angustias.